Estúpidos llaman los animalistas a quienes gustan y entienden la fiesta de los toros.
Y para hostigarlos, denostarlos e insultarlos, toman por asalto las calles de la colonia Nochebuena –especialmente Alberto Balderas; Augusto Rodin– y gritan y exhiben pancartas sangrientas y repiten todo lo ya dicho y redicho en su prolongada defensa de los irracionales y en contra de los otros irracionales incapaces de admitir cómo la materia de su disfrute es el dolor animal.
Pero además se exhiben, de acuerdo con los tiempos corrientes, como insumisos ante los mandatos de la ley, porque sí sus agresiones pudieron estar en los límites de la violencia (por eso había tantos uniformados y uniformadas), , la fiesta de los crueles y sanguinarios taurinos cuenta con el respaldo legal de una corte suprema, cuya decisión anuló sus amparos de justa justicia y todo lo demás.
Sólo les falta asumir como un. cuento aquello de que la ley es la ley.
Y por la otra parte los taurinos también llaman estúpidos –y cosas peores–, a los animalistas cuya noción de piedad no alcanza para protestar por una guerra en Ucrania o Gaza, pero sí para condolerse por los cornúpetas en el ruedo.
Y para impedir el enfrentamiento de esos dos grupos –48 mil dentro de la plaza México y 40 o 50 furibundos en las calles cercanas al caso– el gobierno de la ciudad despliega un batallón de policías los cuales sobresalen en el calificativo de estupidez (no uso otra palabra porque los sinónimos mexicanos son potestad de los lectores), pues sólo saben cerrar calles. –desde el segundo piso del Río Becerra–, clausurar accesos a la plaza y producir un clima de portazo. Mientras ponen vallas de uniformados, congestionan la circulación vehicular, ponen en riesgo de choque a los grupos cuya intención era controlar, lo mismo cujan do deciden cerrar las puertas de acceso en la calle Balderas y dejan en espacio de confrontación entre taurinos y animaleros.
–La puerta cinco está cerrada, vayan a la puerta cuatro, dice un señor con uniforme sin darse cuenta de los riesgos de la aglomeración.
–Es que los bondadosos animalistas iban a tirar una bomba Molotov, dicen algunas acongojadas señoras, sin nadie para confirmar tan flamígera intención por parte de los seguidores de de San Francisco de Asís, abogados defensores del hermano sol. La hermana luna y el hermano toro.
Pero esta conjunción de idioteces no termina ahí. La tan anhelada reapertura de la Plaza México descascara una de sus principales defensas: la tradición. Por primera vez en muchos años, la corrida no comienza a la hora señalada. Una banda de 35 músicos, todos vestidos de negro tocan y tocas con enjundia pasodobles y cielos andaluces.
Y cuando se abre la puerta para el paseo de los toreros (los tres uniformados de verde y oro), los músicos permanecen el ruedo en cuyo centro se ha colocado un adorno de serrín de colores con la enorme palabra LIBERTAD porque el arte está vivo, dicho todo en el mismo tono del slogan afirmativo: vivir es increíble, porque esta ha sido una corrida totalmente palacio, con perdón de Ana María Olabuenaga.
Y para terminar de joder tan señalada fecha, la culminación de los empeños jurídicos para echar abajo los amparos prohibitivos, el triunfo de la justicia, el canto de la libertad, la tercia Adame, Silveti, Roca Rey, se topa con una bueyada indigna hasta de una limpia de corrales, con fierro de Tequisquiapan.
Una vez más se debe repetir el dogma único de la verdad de la fiesta. Sin toros no hay tauromaquia. Puro remedo del misterio y el mérito de antaño. Toros mansos, rotos mensos; sacrificios inútiles y sin valor.
Y además de eso espadas sin tino, matadores incapaces de matar como se debe.
Total, un petardo de antología.