Una vez más, como ocurrió con la magna exposición de Sergio Hernández en el Colegio de San Ildefonso o la no menos importante de Guillermo Ceniceros, en el Palacio de Minería, promovidas ambas por la UNAM, la inane secretaría de Cultura del gobierno federal se mantiene al margen de los grandes momentos culturales del país.
Su escasa y parcial capacidad de promoción, divulgación y respaldo a las expresiones de los creadores se ha visto limitada por su provincianismo pacato, excepto para los devotos y beneficiarios de la ignorancia oficial y su arrebatada participación en favor de un movimiento sin otra ideología más allá de los recortes presupuestarios y el desvío de fondos en favor de la compra de votantes, única y dominante capacidad de la IV-T.
Ahora, en el aniversario LX del Museo Nacional de Antropología e Historia se empatan dos actividades de primera clase: una, la asamblea plenaria de chacmoles creados en incesante evolución geométrica por Sebastián y la otra un libro-catálogo con el espléndido ensayo de Eduardo Matos –sin duda el arqueólogo mayor de este país–, en torno de la escultura más enigmática y multi interpretada del mundo antiguo.
El Chacmol, cuya primera pieza fue descubierta en Chichén Itzá, el lejano 1875, no pertenece, sin embargo, al mundo maya exclusivamente; cerca de 60 esculturas sedentes con la misma simbología, se hallan diseminadas en vestigios toltecas, mexicas y olmecas (900-1200 d.C.), entre otras.
Pero más allá de su origen es importante su doble sentido: por una parte, son enigmas del pasado, porque no se conoce exactamente su significado, pero por la otra son expresiones estéticas insuperables.
Hay interpretaciones diversas sobre su función simbólica en templos y espacios abiertos (como el chacmol policromado con nariz de chapopote, en el Templo Mayor de Tenochtitlan) en labores de vigilante y guardián, y la más verosímil, intermediarios entre los sacerdotes y los dioses.
Pero está exposición escultórica –27 piezas diseminadas en los jardines y el patio monumental del museo–, no pretende auxiliar a la arqueología en la clarificación de sus misterios, ni apoyarse en ella.
Busca, nada más, ofrecer una línea evolutiva de la escultura moderna (el primer chacmol sebastino data de 1968, precedido e inspirado por la obra de Henry Moore), con raíces en el pasado, no para radiografiarlo; para aprovechar su estética.
“…Si el Chacmol no representa una deidad o una figura de culto, como se afirma ahora desde la arqueología, sino más bien un guardián, una mesa corpórea, así como un recipiente humeante y sacrificial, lo hecho, por Sebastian en su sobria serie de variaciones cromáticas, volumétricas y representativas, a partir de la figura del Chacmol, ha sido transformar un objeto procedente del menaje ritual mesoamericano en una imagen en fuga, con el tema del arraigo, la contemplación, la identidad, la búsqueda el hallazgo y la solemnidad.
“La eterna pregunta por el legado de los ancestros y su pertinencia en un presente inasible…”, dice Diego Prieto, Director General del INAH.
Sin embargo, lo realmente importante son las piezas, sus torsiones de inverosímil y contundente audacia geométrica, su ligereza paradójica, los pliegues del metal, las líneas de ingrávida visualización, los rostros sin rostro en las cabezas de los vigilantes eternos, la insinuación de un volumen donde sólo hay aire libre; los cuerpos metálicos sentados, fatigados del tiempo, se alzan ligeros en la policromía roja, turquesa, amarilla del metal y la piedra.
Quizá Sebastian no ha logrado la perfección en su obra, pero ha logrado obras perfectas.
Y muchas de ellas están aquí, gracias a la precisión matemática, la ciencia exacta como arma de la sorpresa estética en la plena consagración de un artista cuya libertad –de la mano con el éxito acumulado en 33 países; siete doctorados, 25 premios nacionales e internacionales, entre otras distinciones–, le permiten volar entre el arte y el infinito.