Para el año de 1737 existía en la ciudad de los violáceos atardeceres y frescos verdores que se arremolinan en un río que escarpa la mitad de la ciudad, aproximadamente unos seis mil peninsulares, diez mil indios —contando los que solo transitan la ciudad y viven a sus orillas— tres mil ochocientos mestizos —varios de ellos de familias adineradas, contando descendientes de Moctezuma que habitan la ciudad, de ellos unos doscientos tienen los ojos de color verde; dos mil mulatos, que son la mano fuerte de las haciendas que rodean la plaza principal de los franciscanos; noventa castizos, veintidós negros, cuatrocientos doce lobos; siendo en la ciudad aproximadamente unos veintidós mil personas… ¡más aquellos que llegan a la ciudad y pasan al camino del Real de Minas y los que vienen de Guanajuato! tendremos unas veinticinco mil personas cada día y los domingos solo de a poco un tanto más.
Una pandemos llegó a este sitio, una extraña condición de enfermedad que lleva ya varios fallecidos dentro de los barrios, principalmente aún es más extraño cuando los peninsulares ¡no se contagian! Por ello la población indígena y los mulatos, así como los lobos están en extremo al cuidado. Se ha considerado que taparse la boca y nariz con un paño en algo ayuda, pero la condición es de preocupación.
Marqués Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz solicita la ayuda de su amigo en la ciudad de México —aquella de hermosos palacetes y finas trazas de quadra por calle— Don Pedro Antonio de Septién Montero y Austri, quien raudo ha llegado a la ciudad con condiciones de haber vivido en el norte de Argel, cuando en una de sus ciudades la pandemos terminó con miles de nativos de aquellas tierras de los hombres de color aceite de piedra.
Don Pedro Antonio de Septién es un hombre de años ya —más de cuarenta— sus canas pintan con tesura su rostro duro, de aquellos combatientes contra los musulmanes —aquella interminable guerra entre peninsulares y los maestros diestros de la cimitarra— su estatura es mayor al promedio y cuenta con toda una estirpe de linaje que le permite ser ya el dueño de infinidad de casas productoras de tabaco, de ellas la fortuna en solventar de tan preciado producto a los mineros de Guanajuato y Zacatecas le han dado el señorío que buscaba.
Desposado con una bella mujer musulmana, de joven y casto rostro —no rebasa más de los diecisiete años— de nombre Abal, que a la estirpe familiar no le gustó tal motivo y las cuentas de la real Casa de la Catedral de Sevilla —con sobornos— hizo se le colocara el escudo, quedando como Doña Señora de Abal Septién Montero y Austri, en la ciudad de México pasó desapercibida, pero el Marqués de la Villa de Villar el Águila —hombre de batalla de sangre euskera vasca, ver a una joven de raza pagana le es de afrenta inmediata— trató que no se le notara.
—¡Amigo Marqués que radiante la vida te ha recompensado! Me es grato recibir tu invitación y hacerme de todo lo necesario para es pandemos, he decidió llegar con mi esposa que a luz se nota te ha impactado, bueno, pues amigo, no os echáis vuelo a la imaginación, es hija de una esclava mía que ha fallecido, en sus encantos he quedado prendado ¡igual que tu amigo mío! Pero no hay preocupación ¡no compartimos tálamo nupcial! Una mujer de escuchas.
—¡Las explicaciones no os he pedido amigo! eres libre de hacer un conjunto de sueños tus realidades, la mujer claro que me ha impactado ¡mi sangre subió de altura! A decirte que he reconocido en sus ojos hermosos, por cierto, ¡los enemigos que terminaron con mi pueblo de nacimiento! por ello tuvimos que viajar hacia el norte del reino, para lograr escapar de tal masacre.
—¡Vaya que te ha impactado mi señor!… ¡anda! dime ¿cuál es la situación? ¿Tenemos ya a toda la población al tanto de lo que está sucediendo?
El Marqués lo llevó al conjunto franciscano para que fuera de viva voz quienes tuvieran la razón de los acontecimientos, que, para esas fechas, ya estaba llegando a una cúspide relevante el caso de los enfermos —además de la matlazahuatl, se estaban presentado brotes de sarampión— así que pronto Don Pedro Antonio de Septién les mostró los datos que acuñaba en un libro de notas que a tiempo se miraba, era su soporte de estudio.
—Observad hermanos, la matlazahuatl no se transmite entre personas a personas por el contacto de vivir en la misma casa, o en el lugar de labor, en cambio el sarampión con dejaros una noche juntos ¡se adquiere! Así que hemos podido sacar en conclusión que la matlazahuatl es producto del demonio.
—¡Los frailes se asombraron de tal dicho!
—Don Pedro Antonio de Septién, en mucho atestiguamos y valoramos su estudio, sabemos de los tiempos empeñados en tal labor, que seguro tendrá sus frutos, además de atesorar en propio la amistad con nuestro señor Marqués… este su merced excelentísima, no es de nuestro cuidado hacer un juicio entre la lucha interna espiritual del demonio —se santiguaron todos— y de la condición de nuestros nativos ¡es impropio de nuestra condición! Pero al platicar con nuestros nativos, mulatos y lobos nos hemos dado cuenta que el baño completo y cortarles el cabello casi pegado con la piel ha disminuido los contagios de la que los indios llaman matlazahuatl… ¡creemos son los piojos!
—¿Los piojos? — el asombro de los peninsulares no se hizo esperar —¿Cómo han llegado a tan singular anotación? — pronto Don Pedro Antonio de Septién tomaba nota.
—¿Ve aquellos jóvenes repuestos de las pústulas de su piel? Tuvimos a separarlos, bañarlos y cortarles su pelo… observe como no han progresado, sus ruedas de infección han disminuido y no ha habido piquetes nuevos. Ahora observe aquellos de allá excelentísima, con cabello y sin bañar, hoy por la mañana aún mostraban recién piquetes de algún animal, cuando nos acercamos a escudriñarlos descubrimos que aún tenían piojos ¡por bondad de Dios! Que de inmediato les aseamos, cortamos el pelo y los separamos ¡los piojos transmiten la matlazahuatl!
—¡Que he quedado en asombro! ¿los enfermos de sarampión en donde los tenéis?
Los religiosos le llevaron al patio del convento principal —creyeron pertinente no mezclar a los enfermos de matlazahuatl con los de sarampión— al llegar de inmediato se dieron cuenta que ¡la gravedad aún no se había visto por completo! los enfermos deliraban, se movían en vaivenes, caminaban como hechizados, los menos ya solo respiraban y hacían sus oraciones ¡la piel completamente rota y las llagas daban un fétido aroma a muerte!
El Marqués y Don Pedro Antonio se fueron de ahí con la firme intención de buscar una pronta ayuda, que en sí era el de informar a la mayor gente posible de la ciudad que para evitar el sarampión tendrían que bañarse diario —situación que los habitantes no peninsulares de la ciudad tienen de hábito— lo importante era que las familias de linaje no tenían a buena costumbre hacer del aseo corporal con el agua diario, como actividad, les recluía solo a cada mes o dos.
—Dígame señor Marqués —insistía Don Pedro Antonio— ¿por qué los peninsulares no se contagian de lo que los nativos llaman matlazahuatl? ¿será buen amigo porque somos mejor estirpe, vos qué pensáis?
—Amigo excelentísimo en esta ciudad las costumbres, tradiciones, usos y convivencias son marcadas ¡diría que por demás! No existe peninsular que cruce mirada, plática, voz o relación alguna con los nativos. Ellos llegaron antes que nosotros, según las crónicas este lugar fue fundado por religiosos franciscanos y no es hasta después que los peninsulares llegamos, existe una profunda cañada de separación entre unos y otros, somo invasores de sus tierras y eso es una profunda pena darlo a conocer. Mis palaciegos amigos aún rejuntan en sus personalidades aquellos destellos del desdichado de Cervantes, hidalgos que llegaron a nuevas tierras sintiéndose por encima de los pobladores.
—Me apena escuchar esto, en la Ciudad de México son los mínimos en esas conductas.
Para 1737 la ciudad de Querétaro cuenta con mil trescientos trabajadores en los obrajes de telares, unos doscientos en trapicherías —aquellos negocios que eran talleres escondidos en algunas casas que el ayuntamiento no tenía registro— cabe señalar que en conjunto telares y trapicherías tenían en promedio unos diez trabajadores haciendo una fuerza de labor de nueve mil doscientos trabajadores, de los cuales, se llegó a tener mayores trabajadores que la propia ciudad de México —contaba el Marqués a su amigo—.
La comunidad laboral se separaba en el peonaje, por deudas —te prestaban muebles o comida y luego con trabajo te lo cobraban—; los galeotes o reos; aprendices; los trabajadores libres y esclavos —que proveían la mano dura de más de la mitad de las trapicherías— era obligatorio el trabajo para cualquier persona que viva en Querétaro— las condiciones del espacio es como una cárcel amigo—.
¡Todo el trabajo es forzado! No hay paga porque se les da de comer, habitación y descanso un día a la semana, los esclavos permiten que no pare la labor y se tengan los pedidos a tiempo que se requieren en la ciudad de México.
—¡Pero por Dios amigo eso es una infamia!
—¡Así funciona aquí! no más ni menos, por explicarte de mejor manera, mi estimado del obraje del Conde de Sierra Gorda, Don José de Escandón, cuenta con uno de los mejores obrajes de la ciudad ¡doscientos trabajadores! Guardados en su taller, unos con grillete a su propia cama; más de cuatrocientos trabajadores en los poblados que nos rodean que le hacen la labor de los hilos, tintes y telares sin revisión del Alcalde ¡una fortuna a la espalda de la esclavitud!
—¡A labor de jumento! Parecen los animales de mejor trato.
—El permiso lo obtuvieron mis estimados peninsulares para sus obrajes en esta ciudad, en condición para tener esclavos negros como trabajadores, del propio Conde de Monterrey nuestro Virrey Gaspar de Zúñiga Acevedo y Velasco, quien a firma de puño y letra permitió esta atrocidad, que en nada ha cambiado desde aquellos años, solo por tener que competir a las telas de oriente que no dan abasto a la necesidad del virreinato, lo colocó inclusive en la Legislación Indiana que él mismo dejo claro: para que un obraje se diera por iniciado debe contar con mínimo veinte esclavos negros.
—¡Es un voto al progreso en aras de la vida de los trabajadores! — respondió indignado Don Pedro Antonio de Septién.
—¿En dónde está el mercado de esclavos en esta ciudad amigo?
—A no más de dos callejuelas de aquí ¿deseas conocerlo?
Una vez se colocaron las sandalias para la calle —tradición adquirida para evitar pisar las inmundicias del centro del empedrado— se dirigieron a un costado de la gran plaza del convento de Santa Clara de Jesús, a donde llegaban carretas con un letrero en la parte posterior de “Esclavos para la Puerta de Tierra Adentro” —así se le llama a esta ciudad de Querétaro— que bajaban a jóvenes negros de aproximadamente no más de veinte años, inclusive de unos trece o catorce, si estaban en condiciones físicas.
A pesar del Marqués que conocía perfectamente el mercado de esclavos ¡Don Pedro Antonio Septién estaba asombrado! le recordaba aquellos de Alcalá de Henares, con leyes vigentes en venta de esclavos desde el propio Cristóforo Columbus, como era de esperarse los compradores —señores principales de obrajes— eran los que de mayor interés les resultaba.
—Mi amigo Don Pedro Antonio, usted puede observar que los obrajes que están registrados ante el ayuntamiento no compran esclavos, pero en frente contraria, los de obrajes escondidos o talleres no registrados, son quienes más ofertarán ¡ya lo veréis!
En eso el mercader de esclavos alzó la voz:
«…a cuantos del día 19 del corriente del 1737, con la alcaldía a favor y en condiciones de tener a la venta, bajo las leyes de venta de los mejoríos de negro y ciñéndome a las leyes de Alcalá de Henares, de su majestad Alfonso XI Rey de Castilla, hago de propuesta el primer varón de raza, en esta ciudad de Querétaro…»
Un joven alto, fuerte, con una simple tapa cola, mostraba toda la fuerza de un varón de trabajo, a no más de brazos y piernas de un hércules, le hace la oferta al postor de cien monedas de plata.
—¡A ochenta te doy mercader! Miradle el labio, que a leguas se mira delgado ¡no tiene la fuerza!
Don Pedro Antonio de Septién Montero y Austri alzó la mano y gritó:
—¡A doscientas monedas de plata…!
—¡Vendido!
Continuará…