La casi bicentenaria representación de la pasión de Cristo en Iztapalapa, con sus ribetes de folclore sincrético—centuriones con reloj de pulsera–, su mezcla de cultos y memoria colectiva, como el rito del Señor de la Cuevita, la invocación del renacimiento solar mexica en el cerro de la Estrella y ha sido clasificada como expresiuón cultural de peso histórico, y declarada –como la gastronomía y otras tradiciones–, parte del patrimonio mexicano intangible.
Hace muchos años, Mauricio Magdaleno, uno de los grandes escritores de la novela revolucionaria mexicana, quizá el último de ellos, escribió un bello cuento en su conjunto denominado “El ardiente verano”, cuya parcial relectura vale la pena hoy como homenaje a su adelantada visión y también como conmemoración de esta declaratoria y esta inscripción patrimonial de tan sincrética fiesta popular, devota y festiva; sublime y relajienta; pagana y religiosa.
Se trata de un crimen al amparo de la multitud. Como tantas veces ocurre.
“—¡Agárrenlo! ¡Agárrenlo! Se abrieron paso entre la multitud, produciendo en ella un boquete del que se levantó un pináculo cegador de tierra, dos policías y dos agraristas, rifle en mano, y hacia la salida de la calle, exactamente por donde debería pasar la procesión, rumbo al cerro de la Estrella, se oyeron balazos.
“La marea humana se revolvió como un ganado enloquecido, temiendo todos que de un momento a otro fuese a desatarse una batalla campal, y las mujeres, en medio del tumulto, izaron sobre sus cabezas a sus chicos para salvarlos de ser aplastados, aullando desesperadamente.
“Se confundieron entre la espesa polvareda los indígenas y los mestizos del pueblo, los pulcramente trajeados visitantes de la ciudad, los turistas norteamericanos y los del simulacro de la Pasión, cuyos emblemas, crestones, lorigas y lanzas refulgían acuchillados por el sol —el quemante sol de las doce–, bajo el cual debería ser reproducido el sacrificio del Gólgota.
“Allá a lo lejos, donde la calle se confundía con el campo, al pie del cerro, se divisaban las tres cruces, en dos de las cuales estaban amarrados, desde hacía tres horas, los vecinos que encarnaban a Dimas y a Gestas. Una voz chilló, impersonal como un eco, surgiendo de atrás de los encabritados caballos de los pretorianos: —¡Pánfilo Jiménez mató a Darío Contreras!
“El eco se prolongó de boca en boca, como un reguero de cartuchos de pólvora.
—Lo encontró con Ventura y le metió dos balazos…
—Yo que Darío, no hubiera vuelto nunca…
—Era su día. ¡Lo trajo su destino!
“A la salida de la calle, frente a los milpales y las magueyeras de los ejidos, se alineaban, estacionados en bateria, docenas de automóviles, todos blancos de tierra, y sobre los toldos se apiñaban racimos de gente del pueblo, chamacos greñudos, mocetones de todas fachas y hasta un cojo que agitaba su pata de palo, señalando a la distancia, encaramado en un Packard.
“Olía a sudor, a tierra reseca, a boñiga y a fritangas. Los puestos de nieve y refrescos, de barbacoa y de fruta de horno, andaban entre los cascos de los caballos, hechos astillas y revueltos con los fascios de los lictores, las armas de hojalata, los morriones, los pedazos de vidrio y de mantas amarillas y azules de los que representaban al clero judío y los sombreros amarillos de los curros de México.
“Un carro de la policía motorizada enfrenó contra la muchedumbre, parándola en seco, y brincaron cuatro o cinco uniformados que impusieron rápidamente el orden y acorralaron a los más curiosos contra la pared, impidiéndoles que ganaran el camino del cerro.
—Vámonos pa’ la plaza. ¿No oyeron, o quieren que hagamos uso de los gases lacrimógenos? Vámonos pa’ la plaza todos! ¡Qué les va ni qué les viene con lo que haiga pasado! Una vez deshecha la formación de la ceremonia y ésta misma frustrada a consecuencia del trágico incidente, la policía cargaba sin miramiento lo mismo contra los espectadores que contra Poncio Pilato y Caifás y su comparsa de indios disfrazados de centuriones y de prominentes de Jerusalén, Cafarnaum, Betania, Tiberíades y Cesárea.
“Tras el maquillaje derretido por el sudor y el polvo —parecía una máscara de Carnaval con tamaña costra de pelos y colores en la cara don Basilio Mercader, el pulquero de La Barca de Oro —que desde hacía once años representaba, todos los Viernes Santos, a Poncio Pilato se impuso a la autoridad, haciendo valer su rango de secretario del interior del comité local del Partido de la Revolución Mexicana, y traspasó, el único, el infranqueable cordón policial.
“El pobre de Patricio García, en cambio (es verdad que no era más que el zapatero remendón del portal Hidalgo y que no significaba nada ni en Ixtapalapa (sic) ni en ningún partido político, pero a la sazón encarnaba al sumo sacerdote Caifás), tuvo que hacer volver grupa a su montura, no sin antes protestar vehementemente ante el cabo de la radiopatrulla:
—Pánfilo Jiménez es mi compadre y tengo derecho de ir a ver qué le pasó.
—¡Déjese de cuentos y jálele pa’ la plaza!
—Ta güeno, jefe. Ta güeno. Pero una cosa sí le digo: Pánfilo es mi compadre y…
“Cuando se presentó la ambulancia de la Cruz Verde a recoger el cadáver de Darío Contreras, ya Pánfilo estaba bien capturado y no oponía la menor resistencia a la brusquedad con que lo esculcaba de pies a cabeza un teniente de la policía.
“Parecía, inclusive —le pasó por los ojos una ráfaga de cansancio y abrió la boca y respiró ansiosamente—, que estuviese a punto de desmayarse. Sin embargo, era tan hercúleo que el teniente y los agraristas se veían enanos a su lado, y lo intenso de su expresión se exageraba grotescamente bajo el maquillaje y las coloreadas ropas de Simón el Cireneo.
“Respondía a todo, viniera o no al caso, con un lúgubre, martilleante estribillo:
—Yo lo maté. Me la debía…”
La naturaleza, como dijo Oscar Wilde, imita al arte.