Grande es la obsesión de nosotros los mexicanos por festejar o al menos tener presentes a cada paso a la muerte y a los muertos.
A veces de modo profundo, místico, desde la divina Coatlicue de las serpientes mudas en la falda de piedra o el zompantle sangriento, hasta el reciente decreto de silencio y luto con la bandera a medio mástil. La muerte, nuestra muerte de cada día. Sin ella no somos felices, no hacemos ni el amor ni la política; ni el decreto poderoso, ni la suma inolvidable. Ya pasamos los cincuenta mil, como si fuera una marca olímpica y graciosa. Y no duele, nomás suena a corneta matutina.
Cosa extraña para otros, pero común entre nosotros, esta capacidad de dialogar con los cráneos vacíos y mirarnos en el hueco de los ojos negros de los difuntos, pero cada y cuando podemos, nuestra tarde se vuelve día de muertos y cuando no mandamos un toque de clarín lamentoso y gris sobre los tejados y los árboles, decidimos un duelo nacional de 30 días ¿para pensar en los finados, para no olvidarlos, para tenerlos sentados a la mesa, para lavarnos la conciencia, para qué?
Quizá para cumplir el rito, cerrar el ciclo, como dicen los cursis, y poner el símbolo en el simbólico país de las apariencias constantes por encima de los hechos visibles.
O como escribió luminoso y profundo Xavier Villaurrutia, “…no ser sino la estatua que despierta/ en la alcoba de un mundo en el que todo ha muerto”.
Cada mañana los muertos nos visitan y no le dejan espacio a la fiesta de los vivos, de quienes salieron del túnel oscuro de la fiebre, el dolor y la epidemia. A esos, a quienes se salvaron, no se les ponen banderas de cabeza, ni tampoco tambores ni metales de alegría o fanfarria.
Para nosotros nada hay de heroico en sobrevivir. El verdadero mérito es morirse, pasar al otro mundo, visitar el Mictlán, el espacio de los círculos del cielo o el infierno.
Por eso se comprende la reciente decisión de nuestro supremo gobierno, cuya mano poderosa decide sobre la vida y la muerte y el luto y el lamento.
Treinta días de negro, manda el ucase sin cubreboca. Banderas a media asta, largos minutos silenciosos frente a los cuales uno podría recordar, con un poco de humor, aquella orden echeverrista de cuando se consagró el año de Juárez y se convocó a la patria entera, toda ella, plena y abundante, solidaria ante el misterio, guardar al filo del mediodía del 21 de marzo, un minuto de silencio por el Patricio, por el insigne oaxaqueño cuyo cuerpo sí era un cadáver y no un pinche muerto como cualquier finado de vecindario pobre.
“Aunque a Juárez reverencio/ me parece una osadía/ esperar de Echeverría/ un minuto de silencio/,dijo Pancho Liguori frente a cuyo ingenio podríamos parafrasear:
“Porque al muerto reverencio /resultaría conveniente,/ recibir del presidente/ un minuto de silencio”.
Pero no será así ni con todos los homenajes, pues los campos de la comunicación se saturan con los mensajes presidenciales a la mañana, la tarde y la noche, ya en los diálogos matutinos o en las plazas de sus viajes semanales o en los mensajes de sábado y domingo, en los cuales la Patria (con grande Mayúscula) es campo verde y los ríos navegables de la dicha son pródigos en miel y leche como aquellos de la Tierra Prometida.
Y nos dice la voz presidencial cómo sería conveniente conocer las imágenes visuales del oportunista señor Lozoya cuya filmoteca se ha vaciado con documentos comprometedores en los cuales se prueba, como si regresara el “Señor de las ligas”,cuya codicia llenaba bolsas y bolsillos; cartapacios, portafolios o las valijas y bolsas de supermercado de sus cómplices, en la interminable cosecha de fondos mal habidos para las campañas y la operación electoral de quienes hoy navegan por el infinito espacio de la honestidad autoproclamada.
¡Ay!, ¿dónde estás Sosamontes, tan lejos de Santa Marta?; ¿dónde anda Carlos Imaz cuyo divorcio lo privó de la condición de primer caballero de la más grande ciudad del planeta?
No se conoce su paradero, pero ya el Señor Presidente nos dice cómo sería bueno estigmatizar a quienes cometieron actos de fea corrupción. Por eso sería bueno ver las filmaciones o grabaciones digitales, para escarnio, señalamiento público, sambenito o baño de plumas y chapopote.
Trátese al corrupto como en otro tiempo se castigaba al hereje, al judaizante, como bien nos dice José Toribio Medina en la célebre “Historia del tribunal del Santo Oficio de la Inquisición en México”,quien recuerda entre otros muchos el caso de Antonio de Medina, “que habiendo sabido se hacían diligencias para prenderle por estar denunciado de judío, se presentó espontáneamente al Tribunal, fue preso en cárceles secretas, abjuró de vehementi, pagó dos mil pesos y recibió cien azotes por las calles públicas…” o a la poblana María de la Encarnación, quien salió “al auto, con insignias de embustera y blasfema, oyó su sentencia con méritos y abjuró de levi…”
Abjurar, retirar lo dicho, olvidar la conciencia anterior, desdecirse, traicionar lo antes jurado, escapar de las palabras con otras palabras. Es el mérito mayor de los infidentes y los delatores, es condición del tropel o la estampida, llevárselo todo entre las patas de los caballos.
Pero mientras eso se exhibe o no, oscilamos entre la fascinación por la muerte y la morbosa contemplación de los procesos contra los corruptos, y hasta de quienes purgan cárcel sin respaldo de las acusaciones (hasta cierto punto menores o no tan graves), excepto las lanzas rotas en el pasado cuando pusieron en la ruta del poder las barricadas del videoescándalo, como le ocurre a Rosario Robles, el país sigue en el bailoteo de las contradicciones y los pasos en falso, como esa manía de dar por hechas las cosas cuando no existen todavía.
Si nos fascinan los muertos y su simbolismo, más nos obseden las esperanzas a veces vacías. Amamos lo inexistente, ya sea presencias virginales, milagros para el ex voto, remedios mágicos “limpias” (no limpiezas) con ramas de penetrante aroma y copales encendidos, y en el campo de lo inexistente queremos hallar solución a lo real cotidiano.
Y esta epidemia nos lo ha mostrado plenamente.
Si el hombre más rico del mundo, cuya fortuna sirve para remodelar las fachadas del Centro Histórico de la Ciudad de México y rehabilitar los viejos edificios donde alguna vez se congelaron las rentas o construir los terraplenes del Tren Maya, entre otras cosas, como el aborto del rescate aeroportuario de Texcoco, le ofrece financiamiento a los investigadores de una vacuna contra el Covid (es tiempo de invertir en eso dice su hijo, sagaz y oportuno), ya ponemos roncas las campanas jubilosas en el anuncio del inminente y cercano arribo del fármaco salvador, de la “bala mágica ” cuya argentina condición matará al vampiro de la pandemia.
Y no hay tal. La vacuna no existe todavía y aquí el adverbio es importante.
Una cosa es invertir en labores científicas y farmacológicas y otra tener éxito en esas investigaciones y aun cuando se tuviera, ¿cuánto tiempo se necesitará para producir masivamente y distribuir por el mundo la vacuna? Mucho.
Pero nos adormecemos como aquella lechera cuyo cántaro se rompió como los sueños de su dueña, soñadora feliz de los muchos bienes a los cuales destinaría el producto de su comercio.
Y así nos pasa cuando nos gastamos el imaginario dinero de vender un avión o rifamos las alas convertidas en pedazos de la lotería.
A fuerza de padecer un presente insoportable, a veces, preferimos habitar de rato en rato los otros mundos. Y nos refugiamos en la presencia invisible de los muertos o nos ensoñamos voluntariamente en las soleadas y siempre confortables habitaciones de un palacio llamado futuro para cuya construcción tomamos, casi siempre, el material equivocado.
Pero así somos, así nos gusta y así nos entiende el poderoso cuyo mayor talento es saber cuánto mide el alma de este pueblo al cual, hace mucho tiempo, le ha tomado la medida.
Si Roma se sostenía con pan, circo y guerra, nuestro mundo actual se equilibra con redes sociales, tortillas y discursos, muchos discursos, muchas palabras.