Connie Garrido
Cada primero de noviembre, el aire en Querétaro se siente distinto. Es una brisa cálida, color otoñal, que proviene de los cempasúchiles y las veladoras encendidas; del azúcar del pan de muerto y de las lágrimas tibias de quienes en vida anhelamos a nuestros muertos. A todos nos conmueven estas fechas porque, paradójicamente, la muerte es la única certeza que tenemos de nuestra existencia.
El imaginario de otras culturas se impresiona con la festividad y el colorido de nuestras tradiciones. Les parece extraño que los naranjas, fucsias y amarillos se atraviesen en el riguroso negro del luto y el duelo. Pero los sentires de nosotros, los mexicanos, son mucho más complejos que eso. También hay tristeza en el anhelo de las presencias que se fueron, fallecimientos que aún duelen aunque pasen los años, planes interrumpidos que aún palpitan en nuestros corazones.
¿Cómo nació esta complejidad con la que vivimos la muerte? ¿De dónde proviene? ¿Por qué nos interpela a todos?
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El arqueólogo e historiador Víctor Joel Santos Ramírez, determina que el Día de Muertos, en definitiva, no es una tradición de origen prehispánico, ni producto del sincretismo indígena y europeo como hemos creído durante tanto tiempo. El fundamento de estas prácticas culturales surgió en el medievo, cuando la Iglesia católica instauró el 1 de noviembre del calendario gregoriano para la celebración de “Todos los Santos”, a fin de hacerle justicia a los beatos y canonizados que aún no se habían popularizado ni tenían su propio día. Con una diferencia de 163 años, la fecha del 2 de noviembre fue elegida para hacer homenaje a los “Fieles Difuntos”, es decir, a todos los fallecidos que no alcanzaron a ser beatificados o que mantuvieron apego a la vida material; es decir, a la mayoría de los habitantes de la Europa de la Edad Media. Las misas del día 2 tenían el carácter de indulgencia para aquellas almas que penaban en el purgatorio. No es casualidad que ambas celebraciones ocurrieran a principios de noviembre. Esto se explica porque, en esas fechas,Roma ya disponía de suficientes provisiones para abastecer a los peregrinos. Así pues, ese carácter turístico que hoy en día tiene el Día de Muertos, ya preexistía desde aquellos albores.
Por otro lado, para contrarrestar los efectos paganos de las festividades celtas, específicamente el Samhain, conmemorado el 31 de octubre, fue que las celebraciones católicas se programaron en fechas tan cercanas. El Samhain era la noche en la que el año viejo moría y dejaba nacer al año nuevo; simbolizando esto con hogueras que purificaban el pasado, representados por huesos de animales sacrificados. Los celtas creían que las almas de los difuntos regresaban esa noche para convivir con sus familiares vivos, por lo que éstos les dejaban nabos con veladoras encendidas en las puertas de sus casas, para que no se extraviaran. Posteriormente, al llegar estas celebraciones a Estados Unidos a través de la comunidad irlandesa, los nabos fueron cambiados por calabazas, pues éstas se daban con mayor abundancia en el suelo norteamericano.
Si bien, el carácter religioso de estas celebraciones tuvo su origen en el medievo europeo, hay ciertas características prehispánicas que se incorporaron a partir del siglo XVI, cuando llegaron a México. El investigador Santos Ramírez realiza una importantísima aclaración en relación con el sincretismo y la síntesis cultural; en el primero, todavía se diferencia el origen de una práctica o costumbre que se hibridó con otra, siendo contradictorias en sus interacciones. Por el contrario, una síntesis, ordena principios originalmente distintos para convertirlos en una nueva tradición que perdura. Por ello mismo, la celebración del día de muertos en México sería más bien una síntesis. Ello tiene que ver con que las culturas originarias, particularmente los mixtecas y mexicas, tenían prácticas para venerar a sus difuntos, pero clasificados por causas de muerte: los guerreros, los ahogados, las madres que dieron a luz, los sacrificados, entre otras más, celebradas a lo largo del año. En este culto a los muertos, a diferencia de la Iglesia católica y más en concordancia con la cultura celta, se creía que las almas de los fallecidos bajaban a convivir y recibir el calor de sus hogares, a través de ofrendas compuestas por maíz, mantas, frutas, incienso, pan y cacao. Esta fue la principal diferencia con el rito católico, pues el primero se celebraba estrictamente dentro de las iglesias y negaba que las almas de los fallecidos tuvieran retorno a la Tierra.
Ya para el siglo XIX, en México se inició la costumbre de visitar en el Día de los Muertos los templos que conservaban reliquias de mártires y santos. Lo anterior para realizar peticiones, pues se creía que los restos mortales de los santos eran muy milagrosos. Desde el norte de España llegó la tradición de elaborar panes con forma de huesos, imitando a las reliquias, así como mazapán y pasta de almendras con estas mismas figuras, adquiridas por las élites. El resto de la población elaboraba y consumía dulces de azúcar con formas de cráneo, esqueletos y tibias. A partir de las Leyes de Reforma (1857), con la secularización de los cementerios, los habitantes trasladaron para allá los festejos; limpiaban y adornaban las tumbas, tendían comida y bebida, incluyendo el pulque. Las crónicas de la época no daban crédito a que dicha celebración se equiparara con la de navidad, por el hedonismo con la que se practicaba.
Durante el siglo XX, el nacionalismo mexicano se extendió, más allá de los discursos políticos, a las prácticas sociales y culturales, siendo del Día de Muertos una de las más relevantes. El gobierno de Lázaro Cárdenas invirtió en proyectos culturales presididos por intelectuales y artistas como Frida Kahlo, José Clemente Orozco, Serguéi Ensenstein y Octavio Paz para reivindicar esta celebración a nivel internacional, apelando a la construcción de la identidad mexicana, misma que se ha mantenido en la representación cultural de nuestro país.
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Como cualquier otra tradición, el Día de Muertos está permeado por intereses políticos, mercantiles y turísticos. Sin embargo, la atmósfera que se construye alrededor de estas fechas, desde finales de octubre hasta principios de noviembre, es algo que trasciende cualquier valor material. Es ser genuinos y recibir con alegría la mística posibilidad de que nuestros muertos se sepan recordados; es enaltecer las memorias que guardamos de ellos a través de sus retratos y sus objetos favoritos, mostrándose en nuestras casas, como si sus presencias se contuvieran en ellos; es habitar una ciudad como la nuestra que engalana sus andadores y sus plazas públicas con el aroma sagrado del copal y la frescura de los cempasúchiles, la luminosidad de las veladoras y las constantes reafirmaciones de nuestro efímero paso por la vida a través de catrinas y osamentas que adornan las esquinas. Es celebrar la vida en la inmensidad y lo inexorable de la muerte. Es agradecer por la eternidad de los recuerdos que guadarmos de la gente que amamos y ha partido. Es transmitir de generación en generación quiénes propulsaron nuestra existencia aunque nunca los conocimos. Es celebrar con una sonrisa y un halo de tristeza al mismo tiempo, la vida que corre y no regresa.
Referencia: Santos Ramírez, Víctor Joel. “El origen del Día de Muertos”, artículos del Instituto Nacional de Antropología e Historia, 20 de octubre del 2023.





