Hay momentos en que el destino lo único que nos depara es la posibilidad de decir una frase y debemos estar preparados para ese trance retórico. No sólo porque los mexicanos abrimos las columnas doradas de la historia más a las frases que a los hechos heroicos, sino también porque se supone que cuando el alma flota entre la vida y la muerte se nos revela la suma de nuestro ciclo terrenal y un rayo de sensatez nos fulmina para sintetizar en un juicio nuestra existencia, enseñanzas, o ya de perdida la oportunidad de enviar un último mensaje, si es futbolero, a la “afición” mexicana; si es político, “A las fuerzas vivas, y otras no tanto, del país”.
Ahora bien, es necesario estar conscientes que la agonía es depresiva y corremos el peligro de caer en radicalismos verbales de solemnidad política. Así podemos morirnos diciendo: “La prueba contundente de que la Cuatro Te y su farmaciota no han servido para abastecer medicamentos, es que la muerte, se lleva cada vez a más mexicanos”. O en sentido contrario, con las prisas de la agonía podemos decir algo demasiado ordinario y cotidiano: “Estos piquetitos que siento por todo el cuerpo, ¿Es la muerte?, ¿O alguien ha estado comiendo campechanas en mi cama? y lo peor, que por una compulsiva identificación con el prócer se pregunte ya boqueando: “¿Cuánto gana Loret?”.
Hablar de la muerta tolera las intimidades particulares, confieso que en una ocasión que sentí que me moría, mis frases no fueron como para pasar a la historia. Una tarde en Querétaro estando en mi lujosa mansión, nada que su pobre casa, sentí un piquete en el riñón derecho. Con esa virilidad y elegancia que distinguen a mis movimientos corporales, normalmente me dejé caer suavemente en la cama, ese día fue un changazo. Hablé de inmediato a mi querido amigo el doctor Norberto Plascencia que de inmediato llegó, diagnosticó que tenía una piedra en el riñón, que yo sentía como si trajera la Peña de Bernal; ordenó llevarme al hospital. Antes de salir, aún en mi recámara mis frases no fueron muy gloriosas: “Pásenme mi bata de seda roja que tiene un dragón en la espalda”; “Pongan en la maleta mis trusas normales. No pongan mis calzones Trueno, los que tienen pintado un tigre al acecho”.
Al llegar al hospital seguí sin ver desafiante el horizonte ni estaba con el índice señalando hacia los Arcos, tampoco dije nada memorable. Me vi más capitalista que Claudio X González, llamado por Lady Anticarisma”: “Junior tóxico”. Dije en la recepción: “Ya me quitaron el crédito en American Express ¿Admiten otro tipo de tarjetas?; ¿No hay descuentos para articulistas críticos?”. Ya en el cuarto seguí igual: “Señorita no me ponga esa bata de florecitas, no le voy a las Chivas del Guadalajara sino al América”.
Por esta experiencia y en virtud de que la agonía es bastante molesta y nos podemos morir diciendo cosas ordinarias: “Ay mamacita”; “Todo por comer tacos en el mercado de la Cruz”. O haciendo ruidos horribles: “Grrr”, “¡Aaay! “Chin….interrunpido por sonido del hospital para que en otros cuartos no se escuche lo que siguió. Luego entonces ¿Qué podemos hacer?
Prepararnos para la última oportunidad que nos queda para atraer los reflectores de la historia, sugiero reflexionar seriamente sobre nuestro epitafio. Aquí me permito alertar: es necesario hacer nuestro propio epitafio y exigir que lo pongan en nuestro testamento. Corremos graves peligros si le dejamos esta tarea a los vivos se desquiten. Así por ejemplo, en Francia se murió un astrónomo que era un personaje vanidoso que se pasaba el tiempo solicitando cargos o reclamando honores y distinciones. Le pidieron a otro astrónomo, Camile Flammarion, que redactara el epitafio del muerto, y le puso: «Aquí yace fulano de tal. Este es el único puesto que ha tenido sin haber antes solicitado una y otra vez que se lo dieran».
Otro caso es el del usurero inglés, a quien la gente llamaba «el señor diez por ciento». Aprovechándose de su amistad con Shakespeare, un día le pidió que escribiera un epitafio para su tumba. El dramaturgo tomó de inmediato el papel y escribió: “Aquí yace el señor diez por ciento. Apostamos ciento contra diez a que no lo dejarán entrar en el paraíso».
Reitero mi sugerencia, preparemos con anticipación nuestro epitafio, que es una frase que no tiene el dramatismo propio de la que se pronuncia en el momento que, afortunadamente, ya no padeceremos el cambio climático, ni las “Mañaneras, pero de todos modos es una síntesis de nuestra vida. Les doy algunos ejemplos, para que tomen inspiración en otras frases postreras. Me inclino por las que despliegan humorismo, ya sea deliberado o involuntario.
El que me sigue pareciendo el más genial es que el puso en su lápida Groucho Marx.
“Disculpen que no me levante”.
No sé si le hayan cumplido su palabra pero la artista Dolores del Río pidió que se lo pusieran tumba:
“Aquí se acabaron los dolores».
El encontrado en el cementerio de Santarem:
“Aquí yace Vasco Figueira, muerto en contra de su voluntad»,
En la época exacerbada de racismo en Estados Unidos, el de un negro despreciado y corrido de todos lados:
“Aquí yace John, en el único sitio que no le han rehusado».
El encontrado en un cementerio norteamericano, se aprovecha la lápida para un pequeño comercial:
“Jared Bats. Su viuda, de 24 años, que vive en la calle Elm, No, 7, tiene condiciones para ser buena esposa y desea volver a ser feliz”.
Con el deseo de que no haya sido promesa de campaña, en forma insolente Miguel Delibes escribe:
«Espero que Cristo cumpla su palabra»
En una tumba del cementerio de Salamanca Se aprovecha para desprestigiar:
«Con amor de todos tus hijos, menos Ricardo, que no dio nada».
El del hipocondríaco:
“¿No que no, cabrones?”
El de un borracho consuetudinario;
“Que no se pulque a nadie de mi muerte”.
Encontrado en un panteón de Iztacalco:
“Aquí descansa el abuelo Chon, quien siempre decía que la vida es puro taruguismo”.
Una buena oportunidad, para ventanear las audacias mortales:
“Aquí yace fulano de tal, magnífico hijo, esposo y padre ejemplar, pero muy mal electricista”.
También de un enfermo que tuvo otros datos:
“Muchas gracias a todos. Un último favor, avisen al Seguro Social para que cancelen mi cita”.
En una tumba del cementerio de Guadalajara:
«A mi marido, fallecido después de un año de matrimonio. Su esposa con profundo agradecimiento».
“Fallecido por la voluntad de Dios y mediante la ayuda de un médico imbécil.”
Se aprovecha para una última venganza doméstica:
“Tanta paz encuentres, como tranquilidad me dejas”.
“Aquí yace mi mujer, fría como siempre.”
“Señor, recíbela con la misma alegría con la que yo te la mando.”
“Aquí yace mi marido, al fin rígido.
El de Moliere;
“Aquí yace Moliere, el rey de los actores. En estos momentos hace de muerto y de verdad que lo hace bien”.
Personalmente, como buen queretano, también tengo mi vena melodramática, tengo dos epitafios. El siguiente no es de mi inspiración, no sé quién es el autor:
“En la vida todo es adiós, todo es pasar y partir, se muere tanto pero tanto en esta vida, que lo de menos es morir”.
Éste si es de mi deslavada inspiración:
“Ya no amo, ya no odio, ya no ambiciono. Ya soy libre”.
Espero estimados lectores, con el deseo de que sea después de muchos, muchos años, pero de todos modos es inevitable pensar, pregunto: ¿Cuál sería su epitafio?