Cuando dice el presidente que hay que tirarse del décimo piso de cabeza, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México se lanza al vacío. Cuando dice que lealtad significa inmolarse, la jefa de Gobierno se prende fuego. Cuando pide el presidente que brinquen como ranas, y ella lo hace sin parar. Le dice cállate, y cierra la boca. Habla, y la abre. Le exige ser institucional, y se hinca. Quiere el presidente que ella ocupe su despacho en Palacio Nacional, y ella hace todo por mostrarle obediencia, acatar sus deseos y reforzar sus humores. Claudia Sheinbaum se ha convertido, como observó desde julio Verónica Malo Guzmán, directora de Políticas Públicas del Centro de Estudios Espinoza Yglesias, en la mini yo de Andrés Manuel López Obrador.
López Obrador tuvo que abrir prematuramente la sucesión para que pueda hacer volar a quien tiene alas cortas, porque es a la única que concibe en su boleta triunfadora. Sheinbaum acudió al llamado después de las elecciones de julio para que se realineara, y aquella científica con personalidad y habilitada como política designada para tomar la estafeta de la familia y del movimiento, fue sepultada ante su pequeñez en el escenario nacional político-electoral y la necesidad del arrastre presidencial. Aquellos aires de autonomía que hizo a muchos levantar las cejas con aprobación, desaparecieron.
Aunque nunca caminó fuera de la ruta establecida por el presidente, lo hacía con la inteligencia suficiente para no verse como su apéndice. Ya no es así. No se comporta como jefa de Gobierno; ni siquiera como regenta. Este viernes la llevó el presidente a un evento en Campeche donde no tenía nada que hacer, para placearla, para que la conozcan y que sepan que ella es su candidata. De ahí se fue a Guanajuato, aprovechando que la Ciudad de México es la invitada de honor en el Cervantino, pero en lugar de regresar a trabajar, se fue a las tomas de posesión de las gobernadoras de Baja California -el domingo-, y Colima -hoy-.
Desde junio, cuando tuvo fuertes pérdidas en las elecciones en la capital federal, ella ya no se pertenece, parafraseando a su jefe. Ella obedece todo. Que recibiera a Evo Morales, le dijeron, y cambió su agenda para tomarse fotos con él. Que ni se le ocurriera ir a la reunión con Carlos Slim para revisar cómo le iba a hacer para reparar la Línea 12 del Metro, y la excluyeron para evitar más molestias al ingeniero. Que frenara el peritaje del Metro, y lo congeló tres semanas. Que no corriera a la directora del Metro, porque fue quien le presentó a su esposa, y se tragó el descrédito y la sostuvo hasta la ignominia.
Que dejara de criticar al subsecretario de Salud, Hugo López-Gatell, y guardó su enojo. Que no recibiera a las nuevas alcaldesas y alcaldes de oposición, y les cerró la puerta hasta que se volvió insostenible. Que les bloqueara el presupuesto, y se entrometiera en la seguridad municipal y no dejara que se manejara autónomamente. Y lo hizo. Y que realizara giras por las alcaldías que perdió Morena, sin invitar a quienes las encabezan. Por supuesto.
Cómo le costó perder la Ciudad de México, que también acabó con su capacidad de maniobra y su dignidad. El presidente la regañó. Le dijo qué iban a hacer y cómo lo iban a hacer. Le dijeron cuál narrativa debía seguir. De los ajustes en su equipo y la radicalización de su discurso. Si la polarización le dio a López Obrador, tiene que redituarle a ella. Esa estrategia la ayudará para asegurar el apoyo de las bases militantes que la verán en lo dogmático de su discurso, una heredera natural y sólida en la Presidencia. No le ayudará con las clases medias que le dieron la victoria a López Obrador -el voto duro no alcanza-, que tras las elecciones insultó y agravió, pero por lo que se ve, buscará ese voto, quizás, más adelante.
Sheinbaum está más segura que nunca en la montura de la candidatura presidencial. Perdió el respeto de quienes no votaron por ella, pero no el arropamiento familiar. Ahí se refugia, en el seno del corazón presidencial, siempre junto a López Obrador, a quien en los actos más solemnes lo escoltan ella y su esposa, las dos mujeres más importantes para él. Todos los lunes va al gabinete de seguridad federal, sin existir justificación para ello, y la Marina está detrás de la seguridad en la capital. Por la silla presidencial, no importa desnaturalizarse.
Las bases deberán entenderlo cada vez más. Si el presidente quiere a su Pascual Ortiz Rubio, le seguirán gritando “¡presidenta!”. Verán que el secretario Marcelo Ebrard no será el jugador de relevo, y menos aún el senador Ricardo Monreal que no ha perdido cara como su camarada de partido. Lo saben desde hace mucho tiempo, desde que el presidente, que entonces no lo era, encargó a dos expertos estrategas que evitaran que el colapso del colegio “Enrique Rebsamen” en 2017, la golpeara, y que empezaran una campaña de redes para impulsarla.
Quienes encauzan los ánimos y pasiones de las bases morenistas vieron como la empezó a tallar a mano en la primera parte del sexenio, y cómo comenzó una retocada a fondo con nuevo vestuario y maquillajes para que por la vía de la imagen empezara a verse presidenciable, porque para ser, hay que parecer—algo de lo que hasta hace muy poco, estaba muy lejos. Lo cosmético funciona, pero hasta un punto, como lo vivió un expresidente superficial y sin densidad. La jefa de Gobierno lo trae más difícil, pues, aunque tiene más consistencia que aquel expresidente y no es frívola, sus manos están amarradas por su jefe, que no quiere que 2024 resulte otro 2021. Ese expresidente se hundió por él mismo; ella no ha naufragado, pero su futuro político depende de que su jefe no fracase.
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