CAPITULO III
Puerta de Tierra Adentro, 1730, construcción del arco cincuenta y dos.
Ya el largo valle de verdes campos ha resistido a tono todas las inclemencias del tiempo, las lluvias de los periodos del mes quinto —mayo— hasta el décimo —octubre— de los días y los meses han dejado claro a los pobladores la difícil situación de solo tener temporada de lluvia o solo temporada de secas ¡no hay por más!
La lección ha sido de comprensión en serio de dificultades, se han acomodado los sistemas de agua, mercedes, cause de río, caminos y llegada de peninsulares por la obra que representa el tener por primera ocasión en tantos años de agua cristalina.
La obra de Acueducto de nuestra Señora Santa María de las Clarisas Capuchinas ha tenido a bien correr la noticia por toda la región, el que una ciudad que solo era de paso —para las carrozas del Real De Minas del Potosí— se enclave una obra que tan ilustre terruño se convierta en una de las principales, no solo por la participación de las órdenes de religiosos y hermanas consagradas, grandes haciendas, sino el de tener un cierto aspecto de gran y señorial ciudad, la obra permite de lograr se deje de pagar merced por el agua, atrae a los ricos peninsulares.
¡Una aventura a las tierras lejanas!
El mestizaje por estas tierras fue cuidado en extremo, las castas eran consideradas por mucho el lugar de menor jerarquía, a pesar que en sus pueblos gobernados por los descendientes de aquellos primeros indígenas con alto sentido de terruño y cacicazgo, pronto fue sustituido por las autoridades de alguaciles y ayuntamientos comandados por los peninsulares con sus familias de alto poder de dominio —al ir obteniendo de los mismos indios sus tierras al fallecer, por los bandos de obtención de predios—.
La ciudad de Puerta de Tierra Adentro —para el gobierno indio aún era Querétaro— se balancea en un orden de control para los barrios, un control de la feligresía por parte de la orden religiosa que atiende a la pequeña población y el control civil —pronto el militar llegará— a las órdenes de la administración de justicia.
Para los peninsulares dueños de grandes extensiones que llegan hasta los lagos de la llamada región de Valladolid, en esta pequeña ciudad es ruin para los barrios, ruin vivienda, ruin condición y los mestizos no muestra algún crecimiento —ni se les permite— con esta condición de pobreza y autodefinición de condición de vida, los peninsulares se dan a la tarea de la fundación de patronatos para la mejora de las condiciones.
En esta noble población de comienzos de la llegada de grandes familias que aumentarían el caudal de riquezas que se observan a simple vista, una razón tiene a los habitantes en preocupación constante:
¡No existe español americano alguno que logre llegar a los denominados Honor y Privilegio! Circunstancia pronto y expedita solo para los españoles peninsulares, esto ha traído discordia al valle de verdes frescores y cielos violáceos.
En las ordenanzas se dejaba clara tal condición:
«…que no debe ser más privilegiada la lujuria, que la castidad, sino antes por el contrario más favorecidos y privilegiados los que nacen de legítimo matrimonio, que los ilegítimos y bastardos, como lo enseñan Santo Tomás y otros graves autores a los cuáles, que se debe tener por injusta y pecaminosa la ley, que no sólo aventaja los ilegítimos a los legítimos, pero trata de querer que fuesen iguales…»
Dejando claro que la ordenanza que aquellos hijos nacidos de un matrimonio legítimo —el de españoles con españolas— eran los que obtendrán ¡Honor y Privilegio! Los demás son solo mestizos, indios y criollos.
Los gobernadores de pueblos de indias —que aún existen en los barrios— tienen su costumbres arraigadas y claras para la convivencia:
«…mandamos que la india casada vaya al barrio de su marido, y resida en él, aunque el marido ande ausente o huido, y si enviudare, pueda quedarse en el mismo pueblo de su marido, o volverse a su natural, como quisiere, con que deje los hijos en el pueblo de su marido, habiéndolos criado por lo menos tres años.
Por el daño que se ha experimentado de admitir probanzas sobre filiaciones de indios, y ser conforme a derecho, declaramos que los indios hijos de indias casadas se tengan y se reputen por de su marido, y no se pueda admitir probanza en contrario, y como hijos de tal indio hayan de seguir al pueblo de su padre, aunque se diga, que son hijos de español, y los hijos de indias solteras tengan el de la madre…»
Así los barrios se poblaron de diferentes castas como los negros, mulatos, lobos, mestizos mientras que la ciudad peninsular —la de Puerta de Tierra Adentro— continuaban con alianzas entre familias para no dejar de tener el control de las ordenanzas, en lo civil, militar y de cabildos.
¡No es bien visto aún por estos lares la unión entre peninsulares y mestizos!
El Caballero de la Orden de Alcántara Don Juan Antonio de Urrutia y Arana Pérez Esnauriz, tercer Marqués de la Villa de Villar el Águila, recibe la orden por escrito del Rey Felipe V de tan nobilísimo dote, dejando claras sus andanzas y privilegios —aún continúa siendo Cabildo honorario de la Ciudad de México— y observa como la pequeña ciudad de grandes espacios entre las colosales construcciones de las órdenes de religiosos y hermanas consagradas, se van llenando con palacios y grandes casonas de peninsulares que radican ya por estos lugares, encargados de grandes haciendas y terruños de valor incalculable.
Esto ha permitido la estreches de los espacios, colindando pared con pared entre órdenes religiosas y casonas activas.
—¡Estas tierras prósperas darán su fruto! — comentaba el Marqués a su escriba mientras cabalgando van hacia la obra del acueducto, pasaban por la zona denominada de la Alameda — un ejercicio que buscaba tener un espacio grande arbolado, lleno de verdes frescores para los paseos a la usanza de la Ciudad de México, con grandes rotondas y paseos—.
—Mi señor Marqués, se ha regado como polvorín la noticia de su majestuosa obra que traerá a estas tierras la frescura del agua sin el pago de las mercedes, que a cuenta de ser a mi entera honestidad, es en ocasiones alto el pago por tal concesión.
—¡Mirad allá joven escriba!
¡Un amanecer impresionante del sol de la mañana ilumina de rayos dorados las altas copas de los árboles del llamado Cerro de las cruces! Los pájaros revolotean en nubes negras de exactitud en movimientos —como los peces en alta mar— algunos cervatillos toman agua de los innumerables ojos de agua que existen por toda la falda del gran cerro, una pequeña cascada de desnivel hace la fuerza de algunos ramales del río que atraviesa la ciudad, algunos niños salen al escuchar los fuertes cascos de los jinetes, pensado tal vez en algún alguacil que viene a tomar caldillo.
El Marqués tomó su ballesta —de finos arreboles de fuerza labrada en el hierro fundido de las cimitarras de los musulmanes— la levantó con cautela felina y puso a la mira a un hermoso macho cervatillo, de amplios ojos negros y carne de volumen desproporcionada, a tienta se observa que es quien guía a su manada.
Respiró con cautela y cuando tuvo a la presa ¡soltó de su índice la tensión! Dando en el fino pelaje que paralizó de un solo tiro al animal.
Se acercaron ambos —¡aún sorprendido el escriba por tan fina puntería! — tomó el caballero de Alcántara su daga con finas formas de nácar incrustó en el cuello del cervatillo y de un tiro de piel logró desangrarlo, le amarró los cuartos en uno solo y lo montó en las ancas del bridón. Se acercó al ramal del río y se lavó las manos y la daga.
Llamó la atención del escriba que en un vaso de contenedor que sacó de un morral el Marqués, con algunas inscripciones como de un compás que apenas se miraba, había apartado algo de la sangre del cervatillo, subieron a las monturas y se dirigieron a la obra del acueducto que estaba tan solo al paso del cerro de las cruces y del barrio de los negros.
Con un aire nervioso el escriba se atrevió a preguntar.
—Mi señor su excelentísima, sin más ánimo que el de solo terminar con mi veraz ignorancia acaso, me atrevo a preguntarle el porqué de desposar un poco de la sangre del ciervo a su merced ¡no crea su señoría que le busco atender en juicio! ¡que me valga mi Dios! Solo es porque costumbre tal no he visto por estos lugares, mirad, ¡mi señor que soy ofensivo y no me contestéis!
Una risa salió de la mueca del Marqués, tercer en dinastía de su linaje.
—Mi escribano, en verdad aprecio su locuaz impertinencia ¡algazara osadía! A propio de no tener bautizo de sangre ni haber tenido correría alguna en la defensa de los reinos de Alcántara y del Llanteno ante las invasiones de los infieles, los caballeros de Alcántara realizamos este sacrificio por nuestros hermanos fallecidos en la defensa de nuestro ¡Honor y Privilegio!
—Y mi señor a tienta de ser demasiado osado ¿a sabor de bien la tienta?
—Pues de malos tonos y algunos destellos de hierro de espada, le noto algunos tonos más de fuerza y bravío, que de buen sabor ¡no mi amigo! no es a buen sabor de sencilla mansedumbre, pero de valor y tenacidad ¡a sabor de triunfo!
Hicieron el tiempo sencillo y corto, acomodando algunas de las viandas que llevaban, se acercaron a la obra del acueducto, estando cierto en el exacto numeral del cincuenta y dos ¡que se cuente así!
Al llegar desmontaron, de un cuarto de piedra y sencillez mandó el Marqués a colocar fogón de fuerza para preparar la charcutería del ciervo recién casado, a quienes en canal y con alto sentido de cacería de las manos del propio Marqués fueron saliendo los cortes de piel, salida de cabeza, el destriparle y limpiar muy bien la carne para aún en canal abierto, lograr hacerse de una varas de calado para lograr asarlo a las brazas —ante los ojos de los trabajadores y de los maestros de albañilería que no salían de su asombro—.
—Si logramos escribano hacernos de la buena cuenta y asado ¡tendremos festín para cuando caiga el sol!
—Y a fuerza de invitados su excelentísima, mi señor ¿quiénes serán los invitados?
—¿Cómo de que asombro su pregunta? Los obradores del acueducto mi escriba ¡habrá para todos y cada uno de ellos!
—¡Pero mi señor hablamos de toda una cuadrilla! A poco menos de la mitad del ciento su excelentísima.
El Marqués se paró de sus andanzas y con su ropa de obraje llamó a toda la cuadrilla de albañiles que en ese momento soportaban el arco falso de maderas que soportaría el nuevo arco, con todos los arriates para sostenerle.
—¡Andad, señores! que no todo es la labor, al cuerpo un poco de carne de ciervo y un vinillo de limpios nos hará el día… ¡andad fraile que se apresuran a terminar con tan jugoso animal!
Aún espantado por la llegada sin previo aviso del Caballero de Alcántara, Miguel Custodio Durán —el maestro designado para lograr hacer realidad los planos del señor Marqués— aún no terminaba de regañar a los indios de descendencia pames, que no deseaban que aquella roca se colocara, porque representaba a su deidad de la tierra y era menester de impropio respeto.
—¡Andad, maestro! Después se hará de las glorias para salvar almas, deje que los maestros de cantera logren hacerse de una porción ¡andad!
—¡Pero su excelentísima! llevamos más de cuarenta días de retraso y las lluvias se acercan para desatinar aún más la obra.
—¡Déjese de cuentos mi señor! coma, que le hará de bienes a sus humores — le acercó una jugosa pieza de carne en una de las tortas que los pames llaman tlaxcalli, además de colocarle unos picores que hacen del sufrir, pero que deleitan el sabor.
Aquella se consideró la primera festividad del acueducto ¡vendrían más! pero no será menester en esta ocasión de hacérsela saber, cabe resaltar que el Marqués se ganó a los obrajes desde el más pequeño, hasta el más diestro y con ello aseguraba que la obra se terminara.
Continuará…