¿Cuánto tiempo lleva enojado el presidente? Veintiún semanas, desde que perdió la Zona Metropolitana de la Ciudad de México en las elecciones intermedias, cuando su bastión se vio vulnerable. Como era previsible, se radicalizó. Andrés Manuel López Obrador, el ser humano, puede enfurecerse y gritar lo que quiera. Pero el presidente López Obrador está obligado a la mesura. Sin embargo, carece de ella, y los recursos políticos que tiene la Presidencia equivaldrían a que si cada mañana, en función de su humor, Maximilien Robespierre decidiera frente a las gradas de la Revolución Francesa, quién va a morir en la guillotina.
La ira del presidente lo acompañará por varios meses, porque las cosas no le van a salir. No es un mal deseo, es la realidad. No se concluirá la refinería de Dos Bocas en los tiempos anunciados. Tampoco el Tren Maya. El aeropuerto en Santa Lucía avanza, pero no hay infraestructura terrestre para hacerlo funcional. La gasolina y el gas, que prometió no subirían, se elevaron y empujaron el costo de la canasta básica, afectando a quienes dijo que protegería más.
Su gobierno tiene perdidas más de 15 millones de vacunas anti-covid, y estamos cerca de los 500 mil muertos oficiales, cinco veces más de lo que anunció el gobierno sería el máximo durante la pandemia, que si se añade el exceso de mortalidad relacionadas con la enfermedad, estamos en el umbral del millón de decesos. Cuántos de estos muertos son atribuibles directamente al gobierno por sus mensajes falsos y la incapacidad para manejar una crisis sanitaria, se sabrá con posteriores estudios, y todos ellos se agregarán a los asesinados por una violencia que prometió comenzar a bajar hace dos años y medio. El total de homicidios dolosos en la primera parte del sexenio rebasó a los que tuvieron los presidentes Felipe Calderón y Enrique Peña Nieto juntos.
¿Cómo no va a estar enojado si sus resultados son mediocres? Pero a nadie debía extrañarle su actitud, porque así ha sido a lo largo de su vida pública, escondido siempre en su beligerancia, ignorancia y reducidas capacidades intelectuales. Ser astuto, hábil y conocer de elecciones, no es igual a saber. Político sin filtros e ideas fijas que oscilan en la geometría ideológica entre la izquierda antidemocrática, la derecha y la extrema derecha, todo el tiempo se mete en problemas por su pensamiento unidimensional rupestre. Sus últimos pleitos con la UNAM y la Organización Mundial de la Salud son una prueba de ello.
La palabra de López Obrador nunca ha sido la de un presidente, sino la de un líder faccioso que representa al 30% de la población que votó por él, aunque ese apoyo se encogió en las elecciones de junio pasado. Pero su ira no puede tomar formas de pandillero. Se entiende que se indigne porque perdió la elección, pero no el trasladarla a quienes lo castigaron en las urnas o consideran que su gestión presidencial es perjudicial para el país. Sería magnífico que debatiera sus políticas con argumentos y métricas verificables, no con insultos y amenazas.
López Obrador no puede contener su furia porque carece de madera de gobernante, y sigue sin quitarse -nunca lo hará- la textura de un líder social acostumbrado al chantaje y las presiones para obtener resultados. Las extorsiones políticas a gobiernos, que cedían para mantener paz social y la gobernabilidad, las dirige ahora, desde la Presidencia, a todos los grupos políticos y de interés, sujetos de ataques permanentes. El gran diferencial entre antes y ahora, es que antaño no tenía responsabilidad nacional ni tenía que rendir cuentas, como a las que ahora está sometido, como parte de una mirada crítica natural de sus acciones.
El análisis de su gestión se potencia por su megalomanía y asumirse el centro de todo lo qué pasa, sin repartir juego político a sus colaboradores para que, como en cascada, se repartieran las críticas. Todo lo concentra en él, y se magnifica por la exposición diaria que practica, donde no es director de orquesta o administrador de los humores y pasiones de una nación, sino promotor de la explosión de los sentimientos y verdugo de los infieles. Es un abusador al que no le gusta que se defiendan o respondan a quienes agrede, y cuando lo hacen se victimiza como el presidente más atacado en un siglo.
La afirmación no se sostiene en términos porcentuales con el presidente Enrique Peña Nieto, por ejemplo, ni con la sevicia falsa de sus cercanos contra Felipe Calderón. Visto en números absolutos, hay más críticas a López Obrador que a otro presidente, pero él mismo se puso en esa tesitura. Al 22 de octubre, de acuerdo con Spin Taller de Comunicación Política, había celebrado 717 conferencias matutinas con un promedio de duración de 108 minutos, lo que significan 77 mil 436 minutos de exposición pública. Ese espacio lo usa para propaganda y difusión, sermones, instrucciones a su gabinete, y un circo que llama conferencia de prensa donde a veces se cuelan preguntas de profesionales, pero es frecuentemente utilizado por paleros que allanan el camino para sus vituperios, insultos y disparos.
López Obrador trata siempre de imponer cómo debemos pensar y cómo debemos actuar. Es incapaz de entender la crítica a su llamada cuarta transformación, aunque en lugar de argumentar el cambio -la lucha contra la corrupción, que es su eje, es inexistente-, se enoja porque le dicen que sus acciones supuestamente revolucionarias, se volvieron conservadoras y reaccionarias en los hechos. La pérdida de votos en las últimas elecciones en su bastión metropolitano y la creciente protesta social, por esas razones, no las vio como una crítica a sus políticas regresivas, sino como una conspiración.
La ira del presidente se irá elevando en la medida que siga haciendo agua su gobierno. Nunca admitirá responsabilidad por ello, porque es mejor culpar a otros que reconocer que ha fallado y que tendría que rectificar. Pero esto sí, no está en su esencia.
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