Marcelo Ebrard tiene toda la razón en su inconformidad sobre el curso que sigue el proceso de selección de la candidatura presidencial en Morena. No ha habido un piso parejo y hay una abierta inclinación del presidente Andrés Manuel López Obrador por su protegida, la jefa de Gobierno de la Ciudad de México, Claudia Sheinbaum. Sus planteamientos para encontrar una fórmula que permita una contienda equilibrada y justa para todos no debería ser necesario hacerlos, porque lo que exige se encuentra contenido en los estatutos de Morena. Si se aplicaran, el proceso sería terso, pero al mismo tiempo, si se cumpliera con lo establecido, Sheinbaum estaría en desventaja.
Ebrard está recorriendo un camino conocido que, desde ayer, buscará cambiar su destino.
Su primera experiencia amarga fue el proceso de sucesión en 1993, cuando su mentor, Manuel Camacho, jefe de Gobierno del entonces Distrito Federal, creyó que su viejo camarada de la universidad, Carlos Salinas, se inclinaría por él para que lo sucediera. No sabía que Salinas tenía mucho tiempo de haber descartado a Camacho, al perderle la confianza por su relación con los adversarios políticos del presidente. Cuando se nominó a Luis Donaldo Colosio como candidato, Camacho hizo un berrinche, nunca lo felicitó y pasados los meses, al dejar de ser funcional, fue marginado hasta que se fue del PRI.
Ebrard estaba a su lado y también se fue al Gulag mexicano. Fundaron un partido socialdemócrata sin dinero -la casa donde estaba la sede era de la abuela del canciller- y luego buscó refugio en el Partido Verde, de quien fue un sobresaliente diputado. Camacho y Ebrard se acercaron a López Obrador, con quien habían negociado en los 90’s para que levantara sus plantones en el Zócalo, en una dialéctica donde uno presionaba y los otros le daban dinero del presupuesto para su movimiento en Tabasco. Una vez jefe de Gobierno, López Obrador lo perfiló para que llegara a ese cargo en 2006.
En ese tiempo se dio la segunda experiencia. Ebrard hizo un reconocido y elogiado trabajo como gobernador de la Ciudad de México y buscó la candidatura presidencial, donde chocó con López Obrador, que iba por su segundo intento. En 2011 acordaron que la candidatura se decidiera por medio de tres encuestas, una propuesta por cada uno, y una tercera decidida por ambos, además de negociar el cuestionario del estudio.
Se hicieron las encuestas pero cedió Ebrard a López Obrador el orden y redacción de las preguntas en el cuestionario. Aun así, los estudios favorecían a Ebrard en los cualitativos y atributos, pero López Obrador se negó a reconocerla y amenazó con romper. Camacho persuadió a su alumno de dar un paso atrás para evitar una división en la izquierda, con el compromiso del tabasqueño de que en su momento, él respaldaría su candidatura presidencial. Ebrard se quedó sin blindaje político y fue perseguido por presunta corrupción en la Línea 12 del Metro, por lo que se autoexilió.
Regresó a la política mexicana por la puerta grande que abrió López Obrador, y a pensar con sus más cercanos, en cobrar la deuda de 2011. Casi desde el principio del sexenio varios de sus colaboradores hablaban de la sucesión presidencial, y desde el segundo semestre de 2022 hacían cálculos de cuales oficinas iban a ocupar en Palacio Nacional. Ebrard, sin embargo, sabía que no iba a ser un día de campo. En julio del año pasado, la senadora Malú Micher, su incondicional, organizó un grupo llamado Progresistas por la Unidad y Piso Parejo que exigió una contienda equitativa por la candidatura presidencial y tomar como base el método acordado con López Obrador en 2011.
El canciller pidió encuestas independientes, que están contempladas en el artículo 43 de los estatutos de Morena, y que quienes aspiran a la candidatura que se separen de sus cargos, como lo establece el artículo 44, y que participen en debates públicos. Al haber incorporado exigencias por fuera de lo establecido, ha permitido que lo enfrenten los anticuerpos. Debió haberse apegado a los dos artículos de los estatutos, pero él mismo vulneró su fortaleza al incorporar los debates.
Sheinbaum y el secretario de Gobernación, Adán Augusto López, ya dijeron que no renunciarían, y que esperarían el resultado de las encuestas, violentando los estatutos de Morena, y cuyo quebranto no ha sido utilizado por Ebrard. La renuncia tampoco ha sido exigida por el gran elector de Morena, López Obrador, porque debe saber que en una lucha parejera, sin su manto protector, lo más probable es que el canciller los deje muy mal parados. Ni Sheinbaum tiene su experiencia política, ni López, el secretario, su sofisticación. Tampoco tienen su fogueo en debates.
El anuncio que hizo este martes de que renunciará a la Secretaría de Relaciones Exteriores para dedicarse de lleno a la campaña, cambia el metabolismo que se ha vivido en la precampaña que ha tenido Morena. No ha cometido el error de Camacho de renunciar posteriormente a la definición de la candidatura, porque su lectura ha sido más acertada. Ebrard está consciente de que las reglas del juego difícilmente cambiarán, pero elevar la presión pública al dejar el cargo de manera unilateral, introduce un dilema en Sheinbaum y López, quienes difícilmente seguirán el ejemplo.
Ebrard ya no repitió la experiencia de Camacho, que varias veces amagó con lanzar bombas en 1993 y 1994, y solo disparó con pólvora mojada. Tampoco se está agachando ante López Obrador como lo hizo en 2011. El canciller dijo que no se iría de Morena, para no adelantarse a los tiempos. Es una apuesta muy alta, sabiendo que, como lo ha confiado en privado, esta es la última oportunidad que tiene de aspirar a la Presidencia. Se está jugando su resto. Sus adversarios lo saben, le temen, y han ido armando un expediente negro sobre sus presuntos actos de corrupción, en caso de que sea necesario. Ebrard debe saber lo que traen entre manos y medir hasta dónde está dispuesto a llegar, y qué está resuelto a sacrificar.
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