En la cima de su carrera intelectual, la Universidad Complutense de Madrid otorgó el doctorado honoris causa a Pablo González Casanova, cuyos méritos académicos eran cuestionables. Casi medio siglo de intensa producción intelectual lo acreditaban como un destacado exponente de las humanidades en México. “La democracia en México” (1964) fue, en su momento, una valiosa aportación a la sociología política mexicana. Las nuevas generaciones lo siguen estudiando, más que por su vigencia, por haber sido la primera investigación sistemática acerca de ése fenómeno que ha torturado nuestra conciencia colectiva. Antes de él, hay que reconocerlo, José Revueltas había escrito y publicado su “Democracia bárbara”; su timbre era más agudo, en tanto obra de un militante menos atento a los andamiajes conceptuales que a la batalla política.
En el libro citado, González Casanova quería discernir como un marxista “consecuente”, lo cual significaba evitar ciertos extremos indeseables: el ímpetu de los sectarios que veían la Revolución a la vuelta de la esquina y la reticencia de los oportunistas que a ella renunciaban. Ni la impaciencia ni el conformismo podían guiar el sueño de una trasformación radical. Faltaban, antes de llegar a ese puerto lejano, la democracia y la organización obrera que aún no era una “clase para sí”. Sólo dejadas atrás esas estaciones era posible “el desarrollo pacífico del socialismo”.
Entre tanto, había que seguir cocinando las formas del entendimiento crítico. Tanto “La nueva metafísica” y “De la sociología del poder la sociología de la explotación” afilaron la espada retórica de la izquierda y cimentaron la superioridad del marxismo sobre aquellas corrientes sociológicas que –deseándolo o no– rendían culto al espíritu de obediencia al statu quo. Desde su pedestal académico, González Casanova adivinaba el futuro: “si la primera independencia de México se hizo con ideologías liberales, la segunda se hace con ideologías socialistas”. Pero ni él ni nadie creía que ese futuro estaba cerca, lo cual lo eximía de toda militancia política. Inscrito su futuro en las corrientes del marxismo occidental, pontificaba a sus anchas, con la arrogancia de quien se sabe, en su círculo, dueño de recursos ideológicos que comprenden las realidades mejor que los demás, con un sentido de totalidad ausente en sus adversarios académicos, pobres ilusos enfermos de empirismo. Pero ¿al lanzar un porvenir indeterminado los resultados prácticos de su discernimiento radical no escondía un profundo pesimismo histórico? Estéril superioridad la suya, inmersa en un presente patético ante el cual creía salvarse demostrando la rotunda verdad del concepto de plusvalía. Razón no le faltaba: debajo del materialismo capitalista, crecían las raíces de un sistema cruel de dominación y explotación, el secreto de su dinámica que es la lucha de clases.
De hecho, quienes lo estudiábamos en los años sesenta del siglo que se fue nos sentíamos dueños de la verdad, de una verdad que abrazaba todos los órdenes de la vida. Pero a la vez, pensando en el destino de ese saber –que es la trasformación del mundo y no su sola interpretación, según aquella célebre ‘Tesis sobre Feuerbach’–, no ignorábamos que llevar bajo el brazo aquellas certezas era como cargar una esperanza muerta en manos de dictadores terribles o de simples burócratas que no habían sabido cómo resolver los problemas planteados por la nueva sociedad.
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En los años ochenta, con motivo de alguna efeméride del libro de Gonzáles Casanova, se le rindió un homenaje en la Universidad Autónoma del Estado de México. Participé como ponente al lado de Miguel Basáñez y de Carlos Almada. Intenté polemizar impetuosamente con el pontífice, pero él recogió con desdén mi crítica agradeciéndome aquello que consideró, en el colmo de la más ridícula vanidad, “un homenaje dialéctico”. Tal vez mis desafíos eran un poco tontos; encontraban en el eclecticismo una debilidad que hoy considero una virtud; el discurso apareaba la sociología funcionalista y el marxismo.
A González Casanova le ocurría lo que a muchos destacados intelectuales académicos. El prestigio les atraía recursos y aduladores; en suma, un poder que ejercen y disfrutan con una antipática conciencia de su jerarquía en ese ámbito donde la jactancia universitaria cultiva, con exclusividad, algunas supuestas verdades sobre el hombre en sociedad.
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Cosas de nuestro temperamento o de nuestro subdesarrollo. Recuerdo un amigo que, habiendo concluido sus estudios de doctorado en París, decidió viajar a Budapest para conocer a George Lukacs, un fecundo ideólogo marxista. Según me contó, vivía éste en un pequeño departamento a las orillas del río. Cuando mi amigo tocó la puerta, salió a recibirlo un anciano encorvado y amable, el mismísimo autor de Historia y conciencia de clases. “Quiero conocerlo; he viajado desde París, sólo para eso“, le dijo mi amigo. “Pase, es su casa“, repuso Lukacs. Después de conversar varias horas, salieron a un mercado cercano. Lukacs compró sus frutas y legumbres, como un ciudadano común que atiende sus necesidades cotidianas. Jamás escapó de él un gesto de arrogancia. Nuestras figuras intelectuales son distintas, como lujosas aves de jardín, soberbios y desmemoriados. Poco tiempo después de aquél encuentro en la UAEM, me acerqué a saludar, torpe e innecesariamente, a don Pablo. No me reconoció o fingió no reconocerme. Nada menguó mi admiración hacia él. El problema fue suyo: puso artero acento en un absurdo engreimiento, en ese vivir en un mundo de certidumbres incompartibles.
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En su discurso de agradecimiento en la Complutense, evocó a su padre, a sus maestros, muy dentro de sí, de sus “sentimientos intelectuales”. En la parte final de su disertación refrendó sus convicciones de los últimos años: la rectitud y la grandeza del pensamiento zapatista, ”una de las expresiones más elevadas del ser humano. Manifiesta confluencia de la cultura maya, de la española y de la universal, de la moderna y de la posmoderna.”
Como otros tantos señores de la izquierda que ven clausurado el mañana, vuelven románticamente los ojos atrás, a las utopías de la nostalgia. Un pasado mitificado recobra el sentido de la existencia colectiva y vivifica la historia. González Casanova, un hombre educado –quiérase o no– en el liberalismo, encontraba pocos estímulos en esa doctrina y esa práctica hoy desacreditadas, al igual que el socialismo demolido por las tiranías burocráticas.
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“Resistencia” era la palabra. Aquella que aparece, según don Pablo, reemplazar la lucha de las clases. Resistir la globalización, es decir, la nueva acometida imperialista, esa fuerza social hambrienta de conquistas simbólicas y materiales, ya que sin rival, ondea su estandarte de victoria sobre una pirámide grotesca de esclavitud y humana miseria, empíricamente inobjetables si sólo consideramos que la tercera parte de la población mundial vive en extrema pobreza.
Pero ¿resistir no describe una oposición débil aun al capitalismo imperante? Movilizaciones protestas, gestos de repugnancia: animadversiones reveladoras de decadencia, de esa desesperación del ethos del cambio social, pues la temida palabra “revolución” ha quedado en la sombra. Entonces ¿cómo hacer frente a semejante poderío soñado con los ojos puestos en el pasado, en sociedades cerradas, autoritarias, donde el individuo era nada, partícula de un todo indiviso, de un absoluto sagrado? El hoy es exasperante; el mañana, un vacío.
Pero entonces, para llenar ese vacío, la izquierda intelectual se remontaba al lejano pasado, entre más lejano mejor para no descubrir sus debilidades, para poder idealizarlo a sus anchas. Destino oscuro de las ensoñaciones románticas de aquellos días, mixtura de rebeldía y añoranza sin porvenir. Pero qué le vamos a hacer; esa era la postura “políticamente correcta”. Y, al igual que en las tinieblas del estalinismo, quien disiente es un reaccionario.
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Más que resistencia ante la globalización, González Casanova pensaba que habría que hablar de reformas democráticas profundas en el seno de los Estados nacionales, a los que el disfrazado imperialismo quiere dóciles y anuentes a su voluntad expansiva. Sólo en el seno de esas unidades políticas fuertes pueden fraguarse alternativas de un cambio social que favorezca el acceso colectivo a los bienes indispensables; es decir, ellos –los Estados nacionales– configuran el espacio donde puede darse la lucha mediante la cual sean posibles las nuevas políticas económicas, sociales, ecológicas y culturales; pero éstas suponen tanto la acción de las fuerzas políticas como la intervención de la autoridad pública, pues es evidente que el mercado no solamente nada asegura sino, por el contrario, ha sido pernicioso para el destino de las mayorías.
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Don Pablo fue rector de la UNAM. Era infatigable: fundó los colegios de Ciencias y Humanidades (CCH). Coordinó innumerables trabajos de investigación. Creó el sistema de Universidad Abierta. Su importancia trascendió fronteras: profesor invitado en Oxford y titular en Cambridge, el gran Patriarca.
Don Pablo acaba de fallecer a los 101 años de edad. Me alegra sospechar que ya no era consciente de dónde desembocarían sus nobles sueños: en un populismo corrupto y, por ello aborrecible.