Tan bonitos, de veras, los discursos. Tan patrióticos.
Por eso vivimos de ellos.
Un discurso político es una oferta segura: nunca se cumple. En eso estriba su maravilla. Es parloteo incesante, convocatoria inútil, canto de gloria sin esperanza. Es pura cáscara; huevo sin yema ni clara.
Pero su belleza nadie se la quita.
Y si no, cuando vemos regresar de los juegos de Tokio a nuestros deportistas con la frente marchita y la fe perdida; atrincherados algunos en la gozosa medianía del conformista cuarto lugar (como la Cuarta Transformación), no podemos sino consolarnos con aquella maravilla de la oratoria de nuestro señor presidente cuando les entregó a los competidores (incompetentes la mayoría), la enseña patria.
“…y vamos (¿vamos?) a salir adelante con buenos resultados”, les dijo con inspirado acento. Además, les prometió que a su regreso serían recompensados todos y más quienes “nos traigan medallas”.
Pues tan generosa oferta ha salido barata. Cuatro furris bronces.
Pero no se crea usted el aspecto meramente deportivo de la competencia. No. Se trata de la cultura y la historia, esas furcias de ocasión a las cuales este gobierno sube y baja cuando quiere y como le acomoda:
“…Van a representar a un pueblo con mucha historia y mucha cultura. Un pueblo de hombres y mujeres luchones que siempre han salido adelante contra las adversidades. No somos más que nadie ni menos, cuando estén en la pista, el campo, piensen en la grandeza de nuestro querido México…”
Pues si se trataba de empujar con los ímpetus de la cultura, debieron enviar a Marx Arriaga para arrasar con el medallero. Él — nuestro intelectual más acabadito– habría ganado la medalla de oro en lanzamiento de libro.
En el ya lejano año de los juegos olímpicos de Barcelona 92, el beolikberal presidente Salinas de Gortari, cuya demagogia no cantaba feo las rancheras, ordenó una investigación para analizar enorme fracaso (y se ganaron más medallas de las actuales).
La investigación, de lo cual conoce a fondo Rafael García Garza, nunca fue tomada en cuenta por el furioso cacique del Comité Olímpico Mexicano, Mario Vásquez Raña.
“El presidente de la República no es mi jefe”, dijo en aquel tiempo.
Hoy las cosas han caído en los terrenos de lo grotesco, como en todo lo demás, no sólo en el deporte. Nadie pide cuentas.
El argumento de la cultura nacional y la grandeza mexicana (ni Bernardo de Balbuena), no sirve para nada, ni siquiera para promoverla. Todo el dinero se desperdicia. El deporte no resulta una excepción
Y en cuanto a la moralidad de las acciones públicas, pues las cosas están peor, si se pudiera.
Ana Gabriela Guevara, quien en la tarde del abanderamiento de la delegación y sin cargo alguno en el olimpismo en cuyas competencias jamás logró una sola medalla de oro, había prometido una histórica y enana cosecha de diez presas.
“(TL).- La mayor cosecha de México en una sola edición de Juegos Olímpicos fue de 9 medallas en 1968, cifra que Ana Guevara cree puede superar la delegación que participa en Tokio 2020. Es un compromiso que tiene –dijo–, con Andrés Manuel López Obrador, presidente del país…
Diez medallas se las gana solito un atleta estadunidense como Carl Lewis o Michael Phelps. Prometer semejante miseria es muestra de la inmisericorde mediocridad del deporte mexicano. Como todo lo demás,por cierto.
Hoy la Guevara se tragará sus medallas de ilusión, como se ha tragado, también, las investigaciones por corrupción en su contra, al frente de la CONADE.
–¿Y el compromiso con el jefe, Ana…?
A él le quedó mal. Y él, a todos los demás.
APRENDA
“(SE).- Michael Phelps (Natación): “El tiburón de Baltimore” es el máximo ganador de medallas olímpicas con 23 de oro, 3 de plata y 2 de bronce.
Como dijera el clásico: “tenga para que aprenda”.