Los populistas muestran una doble cara. Por una parte adulan a sus gobernados: su pueblo es bueno y sabio; por otra, los desprecian. ¿Desea el lector un ejemplo? A la pregunta de una reportera que, en una de esas insufribles ‘mañaneras’, le inquiere al tabasqueño qué opina acerca de la encuesta de un medio de comunicación de habla inglesa en el sentido de que ocupamos el peor lugar en el tratamiento de la pandemia, el señor responde que no tiene importancia, pues que nadie se entera dado que no sabe inglés. Respuesta que acompaña con una mueca grotesca en su rostro levemente afectado por una parálisis facial, complacido acaso de la ignorancia, de la desinformación que deja intocada su popularidad. ¡Qué gran ventaja para quien solo busca conservarse en la cima de su efímero poder! Aunque las cifras de las defunciones –¡más de un centenar de miles de mexicanos hayan caído ya víctimas del ataque brutal de la pandemia!–. No importan, pues, los fallecidos: para su fortuna envenenada, sus votos no contarán. Cuentan los vivos, los agradecidos con las dádivas clientelares que, sumados a los fanáticos que continúan creyendo en el señor de Macuspana como la encarnación de la esperanza, ratificarán el próximo año el reinado de sus desatinos cuyo listado es tan grande que ni la pena vale recordarlos, al fin y al cabo nadie está enterado, pero sí los sufra; para lo cual el Mesías de pacotilla ya ha dibujado una solución espiritual: la Constitución Moral ha caducado. Ahora es la guía ética la que ha de serenar el alma. Gobernar en estas horas se vuelve intrascendente. Démosle prioridad al bienestar del alma. El tabasqueño ha dejado a un lado el quehacer de gobernar, es decir, administrar el bien común. Predicar es su misión. La cosa pública pasa a ser un asunto de la intimidad. Las necesidades colectivas se resuelven en ese abatir el desconsuelo o la mala fe que mueven a los adversarios de un régimen de luz, de una extraña bondad solo comprendida por los suyos, sus fieles, los que le siguen indulgentemente, a ciegas. Como esas mujeres que abandonan todo para acompasar el rumbo de aquel “Nazarín” de Luis Buñuel, irónico retrato de un cristianismo extraviado.