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La disculpa impuesta: el fin de la democracia

Círculo Crítico

por Norberto Alvarado
21 mayo, 2025
en Destacados
La desilusión democrática
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En días recientes, la escena nacional fue sacudida por un episodio que, aunque aparentemente menor, representa un grave retroceso en materia de libertades fundamentales: la disculpa pública que, por mandato de un juzgado penal y por berrinche del presidente del Senado de la República, tuvo que ofrecer el abogado Carlos Velázquez de León al senador Gerardo Fernández Noroña. El origen: una confrontación verbal en una sala del aeropuerto. El desenlace: la humillación institucionalizada del ciudadano y el ensalzamiento del político como figura intocable.

Lo ocurrido va más allá de una simple riña verbal. Implica un mensaje peligroso para nuestra democracia: la criminalización de la crítica, el uso del poder público para satisfacer egos personales y el vaciamiento de la libertad de expresión cuando ésta se ejerce contra quienes ocupan cargos de poder. Más aún, nos obliga a replantearnos los límites entre la dignidad del funcionario y el derecho de los ciudadanos a criticar, incluso con dureza, a sus representantes.

En las democracias constitucionales, el poder político no es un privilegio, sino una función sujeta al escrutinio constante. Como señalaba Hannah Arendt, el poder deviene legítimo únicamente cuando se ejerce con el consentimiento informado y crítico de los gobernados. El senador Fernández Noroña, quien ha construido su carrera política a través del insulto, la descalificación y el uso permanente de una retórica agresiva, paradójicamente se erige ahora como víctima y se sirve del aparato institucional para censurar a un ciudadano.

La jurisprudencia nacional e internacional ha sido clara: los funcionarios públicos están sujetos a un mayor nivel de escrutinio y deben mostrar un umbral más amplio de tolerancia ante la crítica. Así lo ha establecido la Corte Interamericana de Derechos Humanos en casos como Kimel vs. Argentina y, Ríos y otros vs. Venezuela, donde se enfatiza que los límites a la libertad de expresión deben interpretarse restrictivamente, especialmente cuando el sujeto pasivo de la crítica es un funcionario o figura pública.

Del mismo modo, la Suprema Corte de Justicia ha señalado que “la libertad de expresión en el ámbito político incluye no sólo las ideas y pensamientos inofensivos, sino también los que puedan molestar, incomodar u ofender”. En otras palabras, la crítica ácida, vehemente o incluso irreverente está protegida constitucionalmente.

La respuesta del senador Fernández Noroña no fue la de un demócrata, sino la de un déspota. En lugar de ignorar, responder o debatir —como corresponde en una democracia madura— optó por la denuncia penal y la presión institucional hasta lograr que el Senado obligara al ciudadano a ofrecerle disculpas. Este gesto, lejos de restituir alguna dignidad, revela una peligrosa concepción de poder: aquella donde el funcionario es sagrado y el ciudadano debe inclinarse.

Desde la teoría del garantismo penal desarrollada por Luigi Ferrajoli, el uso del derecho penal debe ser mínimo y proporcional. La denuncia penal por un agravio verbal en un espacio público entre particulares, máxime cuando uno de ellos detenta poder, constituye un claro abuso del sistema punitivo. Peor aún, cuando la respuesta institucional no protege al ciudadano, sino que se convierte en un instrumento de humillación.

Este tipo de respuestas recuerdan los mecanismos autoritarios donde el poder político se disfraza de legalidad para reprimir disidencias. No se trata solo de una acción personal del senador, sino de una actuación institucional que pone en entredicho la independencia y racionalidad de nuestras instituciones democráticas.

Desde la perspectiva de Robert Alexy, cuando dos derechos fundamentales entran en conflicto, debe realizarse una ponderación para determinar cuál debe prevalecer en el caso concreto. En este escenario, el derecho del senador a su honra debe ponderarse frente al derecho del abogado a expresar su opinión, incluso si ésta es áspera.

El criterio que emerge de esta ponderación es claro: en una sociedad democrática, el interés público en preservar un debate libre, plural y crítico debe prevalecer frente al interés individual del servidor público de no ser molestado. Esto no significa permitir la difamación o el discurso de odio, pero sí significa admitir que los políticos —por su visibilidad, función y relevancia pública— deben soportar un mayor umbral de crítica.

En ese sentido, Ronald Dworkin nos recuerda que el derecho a la libertad de expresión no puede estar sujeto al agrado del poder, ya que sostiene que “la libertad de expresión protege, sobre todo, aquellas opiniones que los poderosos detestan”. Así, lo que está en juego aquí no es la honra de un senador, sino el núcleo mismo del constitucionalismo democrático.

Si se permite y normaliza que un senador utilice las instituciones del Estado para forzar una disculpa pública, ¿qué mensaje estamos enviando a la ciudadanía? ¿Estamos acaso retrocediendo hacia formas de vasallaje donde el político es intocable y el ciudadano debe rendirle pleitesía?

No debe olvidarse que Carlos Velázquez de León no cometió un delito, sino que expresó una opinión. No hay prueba de amenaza, violencia física o incitación al odio. Lo que existe es un agravio subjetivo que el senador, en uso y abuso de su poder, convirtió en una cruzada judicial y mediática.

Aceptar este precedente es abrir la puerta al uso de los aparatos del Estado como garrotes contra la ciudadanía. Es invertir los principios republicanos de responsabilidad y rendición de cuentas, para transformarlos en privilegios de clase política. En suma, es dinamitar los fundamentos del Estado constitucional de derecho.

Resulta particularmente irónico que el senador Fernández Noroña —reconocido por su estilo confrontativo, por sus insultos reiterados hacia sus opositores y por su desprecio abierto a las normas de cortesía parlamentaria— se declare ahora víctima. Su historial de declaraciones agresivas está documentado. Ha calificado a expresidentes, periodistas, legisladores y ciudadanos con adjetivos que, en cualquier otro caso, podrían considerarse injurias.

Sin embargo, hasta ahora, no ha ofrecido disculpas a nadie. Su doble rasero es revelador: se indigna cuando lo critican, pero se enorgullece cuando él lanza agravios. Este comportamiento es síntoma de una visión autoritaria del poder, donde la ley es un instrumento de dominio y no de equidad.

Como advirtió Hannah Arendt, el totalitarismo no nace sólo del poder absoluto, sino también de la destrucción progresiva de los espacios de libertad. Cada censura, cada abuso, cada imposición simbólica como esta disculpa forzada, erosiona nuestra cultura democrática.

La disculpa pública de Velázquez de León no enaltece al Senado ni dignifica a Fernández Noroña. Por el contrario, constituye un hito preocupante en la historia reciente de los derechos fundamentales en México. Es una escena que debería incomodar a todo demócrata, pues muestra el rostro del autoritarismo vestido con toga institucional.

En un país donde la impunidad, la violencia y la corrupción siguen lacerando al Estado de Derecho, priorizar la protección del ego de los poderosos por encima del derecho de los ciudadanos a criticar, protestar y expresarse libremente es, como mínimo, una traición a los ideales republicanos.

El poder, cuando es legítimo, se fortalece en la crítica. La democracia, cuando es genuina, se expresa en la disidencia. Y la libertad, cuando es real, no se arrodilla ante el poder, sino que lo vigila, lo cuestiona y lo confronta. Que no lo olviden nuestros gobernantes.

Etiquetas: disculpaNoroñaSENADOVelázquez

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