Quizá sea una agnóstica deformación personal, pero cuando escucho a alguien invocar a la patria más allá del decoroso punto de saberse parte de ella, siento una inmediata e irremediable desconfianza.
Y cuando en el nombre de esa ubicuidad difusa llamada patria (inasible fulgor abstracto, le atribuía JEP), alguien llama a sus adversarias (o enemigos, si fuera el caso), traidores a la patria, todas las alarmas se encienden al mismo tiempo.
Quien incurre en esa conducta delirante y limitante, en la cual se adjudica el inexistente título de unigénita encarnación de la patria (LA PATRIA, con mayúsculas), entonces la cosa va para peor. El Estado soy yo. La patria soy yo. Variantes de una misma locura.
Quien eso hace me parece una de dos cosas, o un advenedizo aprovechado del lugar común (un patriotero falaz) o un fanático sin inteligencia.
Para ser fanático de un dogma religioso o político; una ideología o un código de moralidad extrema, tampoco se requiere mucho talento. Nomás cara dura.
Hace falta fidelidad o al menos capacidad de simulación, como se lee en el espléndido libro “Tiempo de canallas”: “los ideólogos quieren que otros certifiquen que ellos son respetables: los miembros del Comité, o los miembros del Partido, o los de la ADA, quieren que el programa nacional les dicte sus odios…
“…No quieren verse implicados en la responsabilidad por los crímenes de la sociedad; lo cual quiere decir que deberán tomar una responsabilidad especial por sus propios actos…. Mientras el radical piensa en las personas virtuosas, el ideólogo piensa en la ortodoxia. El radical odia a las personas crueles y dañinas, mientras que el ideólogo odia las ideas heréticas… El radical intenta regirse por un código de honor personal en un mundo podrido…”
En esas condiciones a mí me parece sumamente peligroso haber llevado el discurso polarizador (la polaridad excluye y condena de inmediato a los habitantes del “otro polo”, lo cual divide en dos grandes segmentos a una sociedad y la daña).
Cuando un jefe de Estado no entiende la jefatura del todo y abandera a una parte del conjunto, incurre en una actitud contraria a la naturaleza de su cargo y de su encargo: la cohesión como verdadero requisito para la seguridad nacional.
El problema es la deliberada confusión propagandística de los valores nacionales. Por ejemplo, la seguridad nacional invocada como una invisible capa protectora ante las amenazas invisibles de un enemigo nunca visto, cuando no es sino una “chicana” para birlar al ciudadano su derecho al juicio de Amparo.
Si un grupo de personas pide la legal protección de la justicia –como consagra la ley–, contra los daños causados al medio ambiente por una obra pública, no se le puede adjudicar la herética categoría infamante de traidores a la patria.
Si el requisito para no traicionar a la patria es pensar como Mario Delgado, pues ya me pueden ir borrando de la lista.
Tampoco se debería exhibir como traidores a quienes observan la evolución de un debate legislativo (y si son diputados votan) con una u otra finalidad. Quien disiente del dogma absoluto de un líder, no traiciona a la nación, sobre todo si nunca ha pertenecido a esa asamblea, porque la nación no se cimienta en un tren de carga o pasajeros, ni tampoco en el monopolio de una empresa eléctrica.
Menos en un rollo mañanero.
El discurso de la traición, además de peligroso y moralmente ilegítimo, es muestra de agotamiento del discurso populista manido y repetido. Ante el desgaste, sólo queda llamar a la patria en auxilio de las palabras. Así, la política se degrada notablemente.
Yo no sé cuántos crímenes se han cometido en nombre de la libertad o la democracia. Pero todos ellos se cometieron también en el nombre de la patria, y su condición impecable y diamantina. Ni tanto, ni tanto…