Stephen Daldry es director de dos filmes que he visto con gusto: Billy Elliot y The hours. Billy es la historia de un niño humilde que logra convertirse en gran bailarín y conquistar el mundo de la danza, en Inglaterra. La segunda es la vida y suicidio de la escritora Virginia Woolf y sus personajes que la circundan. Dos películas y dos por qué, impecables. Hoy el director realiza una serie —The Crown—, con cinco temporadas: la trayectoria de la mujer que tiene conmocionado al planeta desde su muerte: la reina Isabel II. Con el mínimo interés por reinados, debo aceptar que la primera parte me atrapó, pero recordé el poder ideológico del celuloide para devorar aquello que solemos rechazar.
Recreación de época, vestuario y decorados de lujo; el protocolo de las monarquías, paisajes, reparto de actrices y actores y música, inobjetables… Son múltiples logros de la serie que podemos ver, y al parecer hecha para que, al morir la reina, regresemos a esos episodios donde no existe la historia sino el propósito de adorar un tiempo y su reinado: conquistas coloniales, los derechos de Dios en la tierra, el “sacrificio” de un ser como Isabel para llevar a cabo su tarea, frente a un Winston Churchill que aparece como viejo apendejado frente a la “ingeniosa” monarca. Entramos subliminalmente a una leyenda manchada de sangre tras regresarle a África lo que le pertenece, sin detrimento de sus poderes imperiales y la explotación económica de su tierra. Los africanos son escenografía al servicio del trono. Deplorable.
El Daldry monárquico cumple su misión por dinero (es productor asociado). Daldry sabe que existe añoranza de su pueblo y parte del mundo que admira la política imperial. Saturados los medios de comunicación del deceso de Isabel, uno no puede menos que verla en Netflix. ¿Es buena? Sin duda. Una mentira fílmica donde la historia con mayúsculas no cuenta atrocidades cometidas en comarcas donde la reina pisó por conveniencia. Me quedo con Billy Elliot y Las horas y le doy a La corona una patada de indignación: religión y monarquía inseparables y un pueblo tragando palomitas para mirar arrobado, ahí donde el arte es ideología ciega ante un “poder suave”, sin un ápice de crítica.