Mañana Claudia Sheinbaum, por primera vez en su vida sin subordinación laboral o política hacia Andrés Manuel L.O., entrará al Palacio Nacional, y se reunirá con el presidente de la República. ¿Para qué? No lo sabemos.
De seguro no irá a recibir parabienes, felicitaciones ni aplausos por su victoria electoral. Eso ya se lo dijo el Ejecutivo en un tono tan sentimental como para arrancarle lágrimas originadas por la gratitud, la admiración, la nostalgia de un pasado formativo y quizá hasta un ejemplo de lucha política.
Tampoco puede ser la reunión palaciega para recibir –como sucede en los Estados Unidos–, el maletín con los secretos más profundos del Estado incluyendo los códigos nucleares. Aquí no tenemos armas nucleares y los secretos son conocidos entre ellos desde hace mucho tiempo, como por ejemplo la forma prolongada y subacuática como se financiaron los movimientos de izquierda a lo largo de las últimas décadas, antes de llegar al poder total.
Así pues, la reunión quizás tenga por objeto reflexionar juntos sobre la más conocida de las ideas de don José Ortega y Gasset quien sabiamente dijo: yo soy yo y mi circunstancia y si mi circunstancia cambia, cambio yo.
Y es obvio: la circunstancia de cada uno de ellos ha cambiado. Ahora falta ver cómo cambia cada uno.
Comencemos por el presidente porque es más fácil.
Él no va a cambiar en nada. Nunca.
Ya le ha advertido a la candidata triunfante cuál va a ser su actitud cuando escriba sus memorias desde la casa de la Chingada: sostener su derecho a disentir. Todavía no sabe de qué va a disentir, pero está seguro de hacerlo. Conste.
Por su parte ella sí va a cambiar. Una cosa será Claudia en el poder nacional, cuya naturaleza no admite (dice la Constitución), segundas personas y otra la transición cuya tersura compromete a ambas partes. Pero el cambio de mando –ahora sin bastones cursis e inútiles–, se dará suavemente o no, así el saliente amague con disensos futuros a la entrante.
Así pues, esta no será una reunión entre pares. Cuando mucho entre similares ni habrá dos presidentes en el Palacio Nacional. Nada, más hay uno y lo será hasta casi octubre con los poderes plenos del primer día.
Andrés Manuel –con sus modos, obsesiones y pulsiones–, sigue siendo el presidente y sus esfuerzos tercos por la aprobación de su reforma judicial son equivalentes a la estatización bancaria de López Portillo, con una difefencia: aquel lo hizo sigilosamente, a espaldas del presidente electo (Claudia aún no lo es), y él –como su pecho no es bodega–, la promueve y divulga con estrépito de cristalería.
Son los estilos de cada uno.
El asunto de la identidad y la circunstancia no necesita entendimiento. Es un hecho ajeno a la voluntad. Las personas cambian si cambia su entorno, lo quieran o no. Hay quien se rehúsa a ese mandato; hay quien lo comprende y aprovecha.
Hoy el asunto de la reforma pasa por dos actitudes.
Claudia anuncia prudencia y análisis para aprobarlo. No ha dicho para rechazarlo, lo cual hace inútil el bulo del “parlamento abierto”, especialmente con legisladores puestos ahí por el presidente.
El presidente muestra el comal donde se le queman las habas y cazurro le recuerda a Claudia cómo durante su campaña dijo estar de acuerdo con el asunto al punto de clasificar las reformas del Plan C como sustantivas en su plan de goboierno.
“Ahora me cumples”; podría decirle mientras los tacones resuenen por el parquet de los pasillos del Palacio, donde también se graban las conversaciones, no sólo en el despacho y los salones.
Así pues pronto los hechos nos dirán los resultados de una conversación a la cual nadie tendrá acceso excepto quienes la graben para las agencias de seguridad del Estado, en manos de un compadre del presidente.
Si algo trasciende será lo intrascendente, como suele suceder en la política.