Entre las muchas pérdidas derivadas de la disolución de la fiesta de toros en la ciudad de México, con todo y sus casi 500 años de historia, están los ojos de María quien hace medio siglo o más, vino a México a estudiar literatura y se quedó como inquilina permanente de mi alma.
Recuerdo su mirada intensamente verde y su larga coleta rojiza (de un toro se diría castaño y en España, colorado) y su esplendorosa sonrisa en la primera tarde de toros de mi vida. Éramos muy jóvenes. Yo ni podía ni quería ser torero. No me interesaba el coso.
Debo confesarlo, volví a la plaza una y otra vez y muchas más a lo largo de mi vida sólo para verla otra vez, pero no estuvo nunca más en los tendidos. Y vaya si fui insistente y constante por más de 50 años.
No hubo domingo sin revisar gradas y palcos y lumbreras; balcones y pasillos desde temprano en el sorteo y en la capilla guadalupana y Macarena para verla llegar o mucho después de doblar el sexto, para verla salir. Ni entró ni partió.
Sin embargo perseveré y creí, ilusamente, en otras posibilidades y fui a las ferias de pueblos y pequeñas ciudades o a las grandes como Guadalajara o Aguascalientes porque si el asesino regresa a la escena de su crimen, esos ojos de muerte podrían regresar igual. Y en eso malogré mi fortuna.
Por esa ilusión miré la vida y la muerte de cientos de toros. No hallé más nunca esos ojos cuya puñalada de esmeralda, me derribaron el corazón sin puntilla.
La cacería sentimental se extendió.
Un mediodía, entre los humos del chupinazo, me pareció verla cerca de la calle Estafeta en Pamplona y ahí fui dar con todo y el tropel del demencial festejo, cuyo bufido de búfalo me empujaba la nuca atropellado entre patas y zapatos, con un brazo extendido y una mano limosnera, para tocar siquiera su blusa blanca embanderada por un pañuelo rojo, porque ella también corría y burlaba cornadas y esquivaba toros con la gracia de su ondulante cabellera.
Pero no, no era ella. Y a estas alturas comienzo a dudar si tampoco yo era yo.
Otra tarde la adiviné en Sevilla, debajo de un naranjo, cerca de la estatua de Curro Romero. Nada. Afuera de la plaza Santa María, en Bogotá, la confundí con una bailarina chilena.
Sin embargo entre ojeada y ojeada a los ruedos aprendí –agradecido con la vida– a mirar los toros. Supe, además, cuantas cosas pueden comprenderse sin uno entiende la fiesta, sus ritos, sus leyendas, sus mitos y hasta sus mentiras (mentoras).
Mi inolvidable Jacobo decía siempre algo de eso: algo tienen las plazas de toros donde aprendes tanto o más que en las universidades.
Mientras buscaba a María conocí a mucha gente valiosa. Matadores honrados, toreros verdad, mamarrachos también; visionudos y farsantes, cómicos y chalaos irremediables; aficionados serios, pintores geniales, escultores prodigiosos, escritores cumplidos.
Pero nunca volví a ver a María. Y eso, al final, lo debo agradecer.
Quien sabe si ella me reconocería ahora porque en aquel tiempo malamente puedo decir que me haya conocido. Nomás conmovido. Fuimos fugaces en la vida como un par de banderillas en el morrillo de lo imposible.
Si vive todavía, el mundo debe haberla devuelto a la dehesa de sus libros y su literatura. Era hembra para el indulto y jamás cayó en el engaño de mi torpe muleta.
Cuando hace poco regresé a la plaza México, a donde jamás he de volver, supuse otra vez su figura de luz por la escalera del tendido alto y le di un mordisco a la podrida manzana del fracaso.
Ahora ya todo se acabó. Hasta María se ha ido para siempre.