Quienes pensaban hace unos meses: cuando el nuevo sol alumbre en el horizonte; es decir, cuando ya haya sido designado el sucesor (o la sucesora), Andrés Manuel será relegado a un segundo plano, se equivocaron absolutamente.
Hubo otros, yo entre ellos, con distinta visión del caso y del ocaso. Esa perspectiva se está cumpliendo, aunque ni en los peores augurios se pudo pensar en tal desbordamiento de la hiperactividad presidencial en todos sentidos. El embate contra la Corte, el TEPJF y la extinción de los autónomos, por si algo faltara.
Él mismo lo ha dicho: cuando se trabajan 18 horas diarias, siete días por semana, un año se convierte en dos.
La precampaña electoral de Claudia Sheinbaum no parece (ni es), la oferta de un proyecto personal con visión propia por una sencilla razón: no los tiene. Su único compromiso, hacia adentro y hacia afuera, es prolongar las cosas a la manera de su creador. Todo a su imagen y semejanza.
No es necesario rebuscar en el archivo para hallar pruebas directas de esta subyugada manera de enfrentar la propia responsabilidad política. Por eso vayamos a un ejemplo muy cercano: el Tren Maya y la matanza de Texcaltitlán.
Durante una visita promocional en el estado de México, la señora Sheinbaum, se soltó (en sentido figurado) la cola de caballo (de yegua, por respeto al género) y dijo así con inspirado acento:
–“¿A poco no se les enchina la piel? ¡Hoy está inaugurando (AMLO) la primera parte del Tren Maya en el sureste de Méxicoooo!”.
Como todos sabemos la “piloerección” o erización o “cutis anserina”, como le llaman algunos dermatólogos, es un reflejo ante estímulos emocionales, como el miedo o en otros casos, la excitación.
Es una activación del sistema nervioso central cuya intensidad varía de acuerdo con las especies. Por ejemplo, un gato se eriza cuando tiene furia o miedo. A los mexicanos se nos enchina el cuero o se nos “encuera el chino”, por otras cosas,dicen en mi barrio.
Un (a) militante (a) de Morena –candidata o no a la presidencia–, les adjudica tan incontrolable reacción a los habitantes del Estado de México, por cosas tan lejanas como la selva maya. A ellos cuya fama proviene de un sencillo sedentarismo de comunidad semirural.
Pero a esos fervorosos sanfelipenses, asistentes a su campaña, Sheinbaum les dice cómo los malvados neoliberales del pasado vendieron los ferrocarriles y ahora la 4-T se los devuelve al pueblo, así sea en un remoto rincón de la patria, al cual ellos de seguro irán cada semana.
Porque resulta mejor viajar 900 kilómetros para llegar a Quintana Roo, en lugar de arriesgarse en el turismo de vecindario, no vaya a ser y los sorprenda una batalla entre extorsionados furiosos y delincuentes emboscados, como la ocurrida en Texcaltiltán, tema ausente en el mitin –por decoro, creo— próvido en alabanza rielera– para no mentar la soga en la casa del ahorcado.
Esa forzada exhibición de aprovechamiento de cualquier foro o escenario para halagar al líder y justificar la propia existencia política (siquiera Layda Sansores ofreció su abyecta adoración en el lugar de los hechos), es otro ejemplo de cómo la campaña presidencial ajena no le agota el poder al presidente sino que se lo amplía como promesa, inspiración, compromiso y cadena.
Y aquí hay un error: dije campaña ajena. Y no.
Es una campaña de la IV-T, no de una persona. No está concebida para alguien con personalidad propia ni para el triunfo de una candidata sino para darle continuidad a un sueño de eternidad, a un proyecto mesiánico, porque eso es todo este discurso redentor: una forma conceptual de las aspiraciones de un individuo cuyo talento ha logrado someter a un país entero, avasallar a las instituciones; reescribir su leyenda frente a un auditorio mesmerizado y sin capacidad crítica para abrir con ganzúa la puerta trasera de la historia.