La conferencia mañanera de ayer fue una muestra de hábil manejo en el control de los daños. De otra manera no se entienden tantos minutos en los medios del gobierno (no digo del Estado, porque no hay tal), y tanto manejo de redes sociales si se trató –de acuerdo con el secretario de gobierno de la CDMX, y posible futuro jefe de esta capital del país, Martí Batres, de una manifestación de cuando mucho doce mil personas.
No habrían llenado ni el tendido de sol de la Plaza México.
Pero frente a ese desdén en la contabilidad y el frustrado bloqueo de la contingencia ambiental, estratégicamente dispuesto para ese día y esa hora, el presidente Andrés Manuel se dedicó ayer por la mañana (bien y de buenas, ja, ja), a mostrar los rostros de la protesta con el sarcástico latiguillo de miren cuántos demócratas, cuántos demócratas.
Quizá los demócratas eran otros, no Roberto Madrazo, Elba Esther Gordillo, Vicente Fox o cualquiera de los personajes políticos del glorioso panteón nacional.
La sorna y la ironía son una forma elegante de expresar el disgusto, porque ni con las risas fingidas ni las expresiones de respeto a quienes (indebidamente) lo insultaron, como esa señora loca del indio patarrajada de Macuspana, cuyo patrocinio no sabemos, pero lo suponemos obra interna del propio gobierno, obviamente, no puede ocultar el malestar provocado por la marcha.
Esa gritería destemplada sólo sirve para una cosa: justificar el racismo y el clasismo atribuido a los demás. Por eso la contrataron.
O más aun, el malestar de no tener –como su vanidad exige–, la unanimidad, el reconocimiento a su bondad, a su humanismo a su honestidad valiente y todo ese rollo redentor con cuyos hilos se ha bordado el ropaje de salvador de la patria y el patriotismo; el pasado, la historia y de pasadita el futuro.
No importa si el presidente le da la bienvenida a la caminata y atribuye su éxito, a algo tan evidente como la imposibilidad de verlos a todos (los opositores, se entiende), quienes de acuerdo con su contabilidad –tras el otro exabrupto, el de la dama del avión a grito pelado en la denuncia de la destrucción nacional– deben superar los treinta millones de opositores, o al menos de no simpatizantes, lo cual viene a ser lo mismo.
No, no salieron todos los opositores, pero quienes colmaron calles y avenidas la mañana del domingo, son una muestra de la forma como la popularidad del régimen va a la baja. Esa caminata habría sido imposible en los días del entusiasmo de los 30 millones de votos de diciembre del 2018. Todavía no se revelaba la incompetencia de esta administración, ni se asomaba (excepto para quienes ya lo conocíamos), el talante autoritario del presidente cuya verborrea y dinero desparramado en millones de bolsillos, convencieron a muchos de la viabilidad de esta extraña forma de la izquierda en el poder.
La atención con la cual el gobierno siguió la marcha, la abundancia de “scouts” infiltrados en las filas de los caminantes para encontrar entre la muchedumbre los ejemplos de la “antidemocracia” susceptible de señalamientos irónicos y las horas dedicadas a deturpar, primero, y a burlarse, después, demuestra la atención ofrecida al caso.
No veo signos de preocupación, pero debería haberlos, sonbreb todo por el trabajo legislativo.
El presidente de la República no será el responsable de la demolición del INE; no. Tampoco sus diputados ni sus senadores. Ellos son obedientes y están haciendo carrera. Los responsables serán quienes desde la oposición no se opongan.
Si salen con sus relativismos, si aducen –como Alito–, daños menores; si buscan –como con el Ejército en las calles, simulaciones reglamentarias–, entonces ellos –con todo y la marcha– habrán destruido una institución cuya utilidad ha sido demostrada una y otra vez.
Setenta diputados tienen en sus manos el futuro.