El presente se ve cada vez más funesto para el sistema de educación superior pública en México. No es un fenómeno aislado, ni un lunar coyuntural: se trata de una política deliberada de recortes —o, si se prefiere, de silenciosa asfixia financiera— desplegada bajo el mando del gobierno federal y con la complicidad del Congreso de la Unión, hoy controlado por Morena y la llamada “Cuarta Transformación”. Esa estrategia, lejos de responder a criterios técnicos prudentes o de austeridad racional, revela una decisión política de subordinar la educación superior al pragmatismo fiscal, de escasa visión estratégica, y de sacrificar innovación, equidad y competitividad nacional.
Desde la perspectiva del derecho presupuestal, cabe preguntarse: ¿cómo es posible que un país que ha ratificado tratados internacionales, normas y estándares vinculados al derecho humano a la educación, permita que sus universidades públicas caigan en crisis operativas por falta de recursos? ¿Cómo conciliar la promesa de gratuidad implícita en la Constitución con una administración central que reduce, año con año, los recursos efectivos en términos reales para instituciones que forman a quienes habrán de conducir el progreso del país?
El patrón estructural de recortes: una década de desmantelamiento. El diagnóstico no admite matices: la educación superior mexicana sufre una erosión presupuestal sostenida. Según análisis recientes, el Proyecto de Presupuesto de Egresos de la Federación (PPEF) para 2026 contempla una reducción real del financiamiento federal a la educación superior de un 32 % respecto al nivel de 2019, ajustado por inflación. En total, se estima que el recorte acumulado en los últimos años alcanza los 83 mil millones de pesos reales en este rubro.
Este dato por sí solo basta para denunciar que el discurso de “no recortar recursos a la educación” es ya una fábula inválida: los recortes existen, son sistemáticos y obedecen a una prioridad política que relega la educación superior como engranaje no estratégico.
Desde la óptica del derecho constitucional y presupuestal, esta política vulnera el principio de progresividad del gasto público: no basta con que los incrementos nominales existan si de ellos se descuenta la inflación; la educación superior, además, debe contar con un techo mínimo obligatorio, que no puede ser revertido por decisiones discrecionales en el Congreso.
Además, México ya está en los extremos de comparativa internacional: se invierte 3.4 veces menos por estudiante que el promedio de la OCDE. En los informes de la OCDE sobre educación superior se advierte que el gasto per cápita en México se encuentra entre los más bajos dentro del organismo, y que el crecimiento de matrícula supera con creces el crecimiento del gasto, lo que implica una caída real en la inversión por alumno.
Este desfase estructural —menos recursos por estudiante en un contexto siempre demandante de calidad, innovación, infraestructura, salarios y estímulos a investigación— es una ecuación insostenible que tarde o temprano estalla en déficit, quiebra contable o desmantelamiento progresivo de funciones universitarias.
En Querétaro, la Universidad Autónoma de Querétaro (UAQ) vive ya los aperitivos del colapso presupuestal. En el proyecto de presupuesto federal para 2026 que se discute en el Congreso, se ha asignado apenas un aumento del 1.79 % para la UAQ frente al año anterior. Dicho porcentaje ni siquiera cubre la inflación estimada del 3 %, por lo que equivale en la práctica a un recorte real.
La rectora Silvia Lorena Amaya ha sido clara al reconocer que esa asignación es insuficiente: sin recursos extraordinarios o ajustes internos, tendrán que recortar rubros esenciales como infraestructura, proyectos de investigación, becas y quizá personal no académico. Más aún, desde el Observatorio informativo local se reporta que ese aumento previsto implicará, en la práctica, recursos menores a los del presente año para efectos reales.
Analistas y representantes políticos han calificado la propuesta como “recorte disfrazado”. Desde la óptica jurídico-presupuestal, no basta con decir “hay aumento”; es esencial exigir que dicho aumento sea real, que preserve el poder adquisitivo y que esté alineado con las obligaciones legales del Estado respecto a la educación superior, no sólo como servicio social, sino como obligación constitucional de Estado.
El recorte sistemático al gasto universitario va en sentido contrario a lo que recomiendan organismos internacionales y buenas prácticas globales. La OCDE ha señalado que México no tiene una fórmula consolidada de financiamiento para sus universidades, lo que deriva en asignaciones opacas, variables y sin criterios claros equiparables entre entidades. Asimismo, advierte que el crecimiento de matrícula, sin respaldo proporcional en recursos, conduce a una dilución inevitable de calidad.
Si México aspira a un desarrollo sostenible, competitivo e igualitario, no puede permanecer rezagado en comparativas educativas: caer en los rankings PISA no es casualidad —es el reflejo de un proceso sistemático de desinversión, desmotivación docente e institucional, deterioro infraestructural e incapacidad de innovación. Un país que no invierte en su educación superior está condenando sus capacidades para la ciencia, la investigación aplicada y la movilidad social.
Recordemos que los estándares de derechos humanos implican que los Estados deben garantizar educación de calidad con progresividad, con recursos adecuados, sin regresiones arbitrarias, y con mecanismos de rendición de cuentas. En México, ese compromiso está plasmado en las leyes, pero ha sido incumplido o ignorado por los hacedores del presupuesto.
El déficit no se mitigará sin voluntad política. Y precisamente esa voluntad es la que hoy falta. Se prefieren discursos beligerantes contra “privilegios” universitarios y se regala presupuesto a programas sociales visibles electoralmente, mientras se estrangula el motor educativo que podría empujar décadas de crecimiento sostenido.
Con los recortes y presupuestos insuficientes, las universidades enfrentarán decisiones dolorosas: congelamiento o recorte de plazas académicas, reducción de horas de laboratorio, disminución de partidas para becas, abandono de planes de infraestructura, suspensión de programas de investigación, caída en la capacitación continua y deterioro de laboratorios, bibliotecas o mantenimiento.
Las instituciones de menor respaldo estatal serán las más vulnerables, especialmente las universidades estatales y regionales que ya operan con presupuestos modestos. En muchos casos ya se había alcanzado un límite técnico operativo; cualquier ajuste adicional comprometerá funciones básicas.
Este escenario desenfoca aún más el horizonte de equidad educativa: los estudiantes de comunidades marginadas o de zonas rurales serán los primeros en pagar el costo, al perder oportunidades de acceder a servicios académicos, promover sus proyectos de vida o alcanzar estándares competitivos. Las brechas regionales se amplían.
Hoy México no puede permitirse el lujo de seguir gobernando con títulos retóricos como “transformación”, “soberanía cultural” o “justicia social” mientras ofrece migajas presupuestales a sus universidades. Al recortar la educación superior, se recorta no sólo el presente sino el futuro: deterioran los recursos humanos del país, reducen su capacidad de innovación y condenan al rezago estructural.
El gobierno federal y el Congreso no sólo incumplen sus obligaciones constitucionales y legales, también transgreden compromisos éticos y morales frente a las nuevas generaciones. El crecimiento del país, su desarrollo económico, social y científico, descansa en el conocimiento y en el talento universitario.
Si permitimos que universidades como la UAQ se ahoguen financieramente, estaremos firmando un auto de defunción simbólico para la educación pública superior en México. No es exageración, es previsión urgente. Y el momento para revertir esta política de estrangulamiento es ahora.








