Desde 1946, cuando el General Manuel Ávila Camacho le transfirió el poder a Miguel Alemán Valdés, los generales provenientes de la Revolución Mexicana dejaron de participar en la lucha por el poder circunscribiéndose al estricto cumplimiento de sus deberes militares.
La institucionalización del ejército vino aparejada por una profesionalización de sus cuadros, absteniéndose de participar en política, aunque una rendija quedó en el extinto Partido Auténtico de la Revolución Mexicana que abría sus puertas a militares en retiro para el desahogo de sus inquietudes políticas. Este partido fungiría después, junto con otros, como un satélite del PRI en esa simbólica oposición creada en la época del partido hegemónico.
Una experiencia personal ilustra cómo era la participación en política de los militares, ya que un general cercano a mi familia quiso ser Senador de la República por el PRI, y fiel a la disciplina castrense informó de su inquietud al General Secretario quien lo condicionó a irse al retiro para no comprometer a la institución con algún partido o facción. Ese era el compromiso de la institución, mantenerse ajeno a los vaivenes políticos, alejados de cualquier facción, partido o grupo, para poder ser garante del cumplimiento de las obligaciones democráticas contenidas en la Constitución y por ello la lealtad es el principal valor que proclaman. Lealtad proviene del latín legalis, que significa respeto a la ley, pero que ha sido interpretado también como fidelidad a un principio, a una causa.
En México, la lealtad del ejército ha estado siempre con las instituciones, con el respeto a la Constitución. Invariable e independientemente del personaje o partido que ocupe la titularidad del poder ejecutivo, ellos habían sido, hasta hoy, respetuosos de la obediencia que deben al superior jerárquico, pero siempre, hasta hoy, y lo recalco deliberadamente, respetuosos de la ley y alejados de las tentaciones del poder político.
Hoy parece haber un conflicto, suponiendo que lo haya, entre la lealtad que el ejército debe a la legalidad y la obediencia obligada al superior jerárquico. Porque de no haberlo se tendría que pensar que los militares están anuentes a su participación en la administración civil, que les complace la asignación de responsabilidades meta constitucionales y que su lealtad a la legalidad, aunque suene pleonástico, se ha transformado en subordinación cómplice de un proyecto político, lo que no sucedía desde la formación de nuestro sistema republicano y democrático post revolucionario.
Más allá de las discusiones bizantinas que acontecen en las cámaras legislativas o en los medios, los hechos indican que el presidente, deliberadamente envío un proyecto de reformas a la Ley Orgánica del Poder Ejecutivo Federal para la adscripción de la Guardia Civil a la Secretaría de la Defensa, sabiendo que es absolutamente inconstitucional, contrario a lo dispuesto por el artículo 21 que es categórico, “Las instituciones de seguridad pública, incluyendo la Guardia Nacional, serán de carácter civil, disciplinado y profesional” y no amerita discusión. Pero si esto, además de ilegal es escandaloso, también lo es el hecho de que el General Secretario de la Defensa haya salido a cabildear, públicamente, con los partidos políticos la confirmación de esta violación constitucional. Podríamos decir en su descargo que lo hace convencido de que la autoridad civil no puede con el paquete de la seguridad pública, pero sería un pecado de ingenuidad, sobre todo cuando leemos que en un acto cívico, (13 de septiembre) el mismo Secretario de la Defensa incluye a los militares como un sector militante, ya no garante, sino participante activo: “La patria requiere de una sociedad unida, donde los sectores político, económico, social y militar que la integran actúen sumando esfuerzos y voluntades para coadyuvar hacia el objetivo común que es México”.
Las fuerzas armadas, han dejado de lado su calidad de vigilantes y salvaguardas del sistema republicano, demócrata y civil que nuestra constitución proclama, para asumirse parte de un proyecto de transformación impulsado polémicamente por una corriente política, sin importarles la ilegalidad de sus actos, es decir fallando a su principio primigenio de lealtad. Esta redefinición de su papel supera su obligación de obediencia al mando superior. Por encima del cumplimiento de órdenes debe estar el respeto a la ley, y muy aparte de las simpatías políticas del General Secretario que no ha tenido empacho en convertirse en cómplice de una violación descarada a la Constitución General de la República y en hacer política con el uniforme militar puesto. Ignoro si esto es respaldado por la totalidad de las fuerzas armadas, lo que sería grave y no deseable, para la salud democrática de nuestro país.
Lo cierto es, que la presencia militar en la vida nacional es cada vez mayor y que al alto mando parece no importarle el respeto a la legalidad para darles cada vez más funciones y presupuesto fuera de la normatividad.
Si esto es consentido y ejecutado por obediencia pudiera entenderse pero no justificarse, especialmente tratándose del prestigio de la única institución que hasta hoy ha sido respetable, pese a la ignominia a la que la somete la instrucción presidencial.