CAPITULO IV
27 de agosto de 1743, Ciudad de México.
Los recuerdos aprisionan la mente del que alguna vez fue el verdadero Marqués Tercero de la Villa de Villar del Águila, Caballero de Alcántara, Corregidor de la Ciudad de México, padre expósito de las hermanas capuchinas, benefactor de la muy Noble y Leal Ciudad de Querétaro, que ha bien ha dejado de llamarse de la Puerta de Tierra Adentro – con el bando del Rey Felipe V se le otorgó tal noble caudal para el beneficio de los que ahí habitaron en 1737 – para darle beneplácito a quienes ya le miran como una de las más grandes y prósperas ciudades del reino de la Nueva España.
Su esposa, María Josefa Paula Guerrero Dávila Moctezuma y Fernández del Corral, tal vez la joven de mayor caudal de riqueza de los años en que se desposó con el joven del Llanteno de España -Teniendo ella tan solo trece años y él caballero de Alcántara veinte y ocho- se encuentra en su regazo, pendiente de lo que ha bien haya deseado su esposo, hombre desprendido, pobre de nacimiento pero rico en capacidades de haber ayudado a cuanta persona se cruzara por su camino, los largos senderos de la Nueva España fueron recorridos por tan noble personaje, donde dejo clara su misión de hacer por los demás, lo que nadie hacía, trabajaba en torno a un ideal:
-¡Haced por los demás! No importa si en ello la pobreza volvéis a conocer, ya la habéis sufrido, sabrás como salir de ella, será modo solo de volver a comenzar por el mismo camino- Recordaba el Marqués en sus dolencias a punto de morir, no se sabe si fue la caída del caballo quien le dejó así, o la larga enfermedad que disimulaba, que al toser emanaba de su garganta rocíos de grana saliva.
El cuarto suntuoso -a modo de un Marqués de la importancia del propio- dejaba una alcoba de gran tamaño, un barandal de hierros le da la bienvenida al día fatídico de su existencia, dibujando sus gárgolas sobre la pared de enfrente, las velas han sido consumidas por el nocturnal, su esposa, ha dejado algunas tinajas con hierbas para disminuir los olores de haber ya estado por tantos días en cama, los recuerdos le traicionan -o tal vez son los brebajes que le han dado para soportar el dolor intenso de las fracturas- no se sabe él quién es, le aprisiona saberse un desvalido que tunde en su lecho de muerte.
-¡Decidme joven mujer! ¿qué hacéis cuidando a tan mal desvalido? Os veo aún lozana, salid y buscad a buen recaudo los brazos de algún joven mancebo, no os esclavicéis a este cuerpo mortuorio pronto.
-Esposo mío ¿porqué os decid semejante osadía? ¡Soy vuestra hasta el último suspiro de mi vida! os prometo que pronto volveréis a ser mi señor Marqués, os levantareis y dejaras vuestro tálamo para subir a tus bríos bridones y caminar a tus obras amado mío, es solo tiempo el que nos han dado a comendas ¡resistid, amor mío!
La joven sollozaba, en cada suspiro gustaba de darle el ánimo suficiente a su esposo, quien desvariaba entre lograr ver en los ojos de su amado algún destello de cordura, de sana razón, aquella que le hizo ser el próspero hombre de caballeros amigos, de nobles amistades y de ordenanzas dirigidas por los propios reyes a su nombre y estirpe.
-Decidme hermosa mujer ¿Quién soy? ¿Acaso estoy en algún hospital cuidado por lozanas mujeres que dan su vida por el caído? ¿O sois quien me ha rescatado de la muerte…? decidme hermosa mujer, que mi memoria ha sido vencida, mis sentimientos se entrelazan en lo real y mi mala memoria, usted me cuenta que sois mi esposa… ¡disculpadme! No le recuerdo.
María Josefa Paula, solo tomaba su mano, limpiaba su dócil nariz con las naguas de su falda, trataba de reir, aunque el llanto le hacía solo hacer una mueca tenebrosa de sentido de la tristeza y del hacer de una sonrisa… recordaba las palabras de su abuela, quien la crió desde recién nacida y le prospero riqueza inmensa:
“…Atenta debéis estar María Josefa Paula de siempre hacer sonreír a tu esposo, como el canto de un suave pajarillo, que de tus labios solo salgan cuentos y anécdotas que hagan del corazón de tu esposo la respuesta de una grácil sonrisa, que tu obediencia siempre vaya de la mano de un beso y un profundo abrazo ¡eso calma a las bestias! Si acaso en alguna vez tu regazo no le conforta, deberás ser prudente y constante, tu regazo es el remanso de sus logros y sus fracasos ¡nunca juzguéis a tu esposo! Eso dejadlo al altísimo, se buena compañera desde comienzo hasta el final ¡abandona la soberbia y entrega tu corazón por encima de tu propia alma!”
Y así lo estaba haciendo, tomando un profundo valor, comenzó a tratar a su amado como a un extraño, para no hacerlo sobresaltar de sus memorias -aunque ello le llenara su corazón de una profunda nostalgia-.
-Decidme buen hombre… que de usted se acordara ¡haced un esfuerzo buen gentil! Y decidle a su dócil cuidadora de este hospital -limpiándose sus jugosas lágrimas- ¿qué mujer usted habrá amado más en su tan noble y leal vida? Alguna provincianita de su natal terruño ¿recordad su nombre y estirpe?
-Sois vos una grácil cuidadora, que de mi confesión le llenara yo de incumbencias no propias de su merced y preocuparle de mis amoríos, no deseo dejarle peso en su conciencia.
-¡Os ruego comenzad, mi señor! seré cauta en su confesión.
-Llegué muy joven a estas tierras, invitado por mi señor tío, a quien ya la vida le había contado de algunas graves condiciones de su mermada salud, en estas tierras vi cosas que nunca antes había imaginado, ni en mis sueños de más profundidad, ni en las fantasías de las narraciones de mi tierra había podido comprender la belleza de este camino al que Dios, seguro estoy de ello, me trajo para algo, una misión de algún buen santo, porque a buen recaudo en mi memoria que ¡nadie es profeta en su tierra!.
Los atardeceres de color de la grana, con fulgurante luz, como si el astro mayor falleciera en su camino hacia la noche y se fuera desangrando, comprendo ahora los pueblos de los nativos que nos precedieron, en donde en sus verdades de todos los días, bestiales y salvajes tienen sentido, lástima que lo comprendí en mi ocaso. Los verdes frescores de estas tierras que levantan el alma al más descolorido sentido, los animales que conocí, no solo los que cacé, aquellos de feroz valentía que sucumbían a pueblos enteros ¡la comida joven cuidadora! Es el elixir de las mil historias que nadie creería, he satisfecho mi hambre desde el embeleso mismo de sabores y multicolores platillos.
¡Pero vaya que de las mujeres de estas tierras embrujan al más santo! No en el hechizo blasfemo que mi tío, alguacil de la inquisición, no aceptaría tan solo poder decirle su merced, de frente y convencido ¡vaya bofetada que merecería! O el cadalso mismo… pero he de confesarle grácil cuidadora que la vida y mi Señora María Santísima me había tenido a resguardado a tan hermoso venadillo de ojos de triste fulgor – así el Marqués le decía de cariño a María Josefa Paula- una joven de hermosas condiciones, aún niña he de decirle, quien a tono y tiento me aceptó le cortejara…
¡María Josefa Paula no clamaba de asombro al saberse la única amada! pero a la vez sus jugosas lágrimas no cesaban…
-Decidme buen hombre ¿le amó con profunda devoción? Aquella de los poetas franceses o ¿fue solo para salvar sus penas y pasiones desbordadas?
-Contestadme cuidadora ¿acaso al observad un campo florido no desea uno hacerse de todas las flores?
-Sí mi señor ¡Quisiera uno llevarse todas las flores!
-¿Entonces que hacemos? Acaso tomamos una sola, la más bella y de tamaño excelso, que la cuidaremos con esmero y atención, pondremos un pie de aquella flora en vuestro jardín, la regaríamos y daríamos abono para que creciera y no solo eso, darías más frutos al cuidado de la mano.
-¿Hermosa analogía mi señor! ¿así amó a su joven esposa?
El Marqués desenvolvía llanto que rodaba por su tan lastimado rostro que alguna vez se llenó de luz, con un dolor profundo daba a conocer sus amoríos a la que consideraba una desconocida.
-¡Que pena mi grácil cuidadora! Ver a un hombre llorar de amores, mi profundo corazón se estremece porque no recuerdo su nombre, aunque pareciera que viera en usted ¡si me perdona el atrevimiento! Sois igual a mi hermosa mujer. Seguro la perdí en algún arrebato de pasión o locura, no recuerdo mi nombre, soy ahora un pobre pordiosero que yace en las lúgubres paredes de este hospital, que seguro no le importo más, pues me han dejado abandonado, a la postre de solo su grácil compañía la cual prometo que, al llegar al cielo, si es que soy digno de tal destello, abonaré las gracias necesarias para su salvación hermosa cuidadora.
María Josefa Paula no resistió y le abrazó con profunda tristeza a su esposo que el olvido le ha hecho desconocer quien le acompaña, no soportó y trató de sacudir la memoria de quien desfallece…
-¿Acaso no me reconoce? Vuestra esposa soy, aquella doncella de trece años que le aceptó ser su esposa, aunque aún los juegos de niña me hacían sentir mis infancias costumbres, soy vuestro hermoso venadillo de ojos de triste fulgor ¡soy yo amado esposo!
La mirada del Marqués se entrelazaba ante el rostro de la cuidadora, a quien hacía un esfuerzo por tratar de recordarle.
-¡Perdonad tal atrevimiento grácil mujer! No me es posible comprender que de mi historia usted tratara de hacerse como la propia, que por hacerme menos mi pena de estar ante la presencia de mi partida de este mundo trate de hacer beneplácito alguno para mi alma, remanso propio de una cuidadora, en alto agradezco tal dulzura que cuando me mira me da un aliento tal ¡hace un trabajo maravilloso en buscar tranquilidad a quien apunto fallece! Cuando esté delante del altísimo pondré mis palabras para que usted goce de una profunda salvación por tan noble labor con el enfermo.
-¡Comprendo mi señor! Disculpe usted mi atrevimiento.
Su esposa, María Josefa Paula Guerrero Dávila Moctezuma y Fernández del Corral, tal vez la joven de mayor caudal de riqueza de los años en que se desposó con el joven del Llanteno de España -Teniendo ella tan solo trece años y él caballero de Alcántara veinte y ocho- se encuentra en su regazo, pendiente de lo que ha bien haya deseado su esposo.
Cuentan aún los cuidadores del hospital a donde llegó mal herido el hombre de finas ropas ¡Cuánto habló el enfermo antes de morir! desvariaba diciendo que platicaba con su cuidadora, aunque en verdad ¡Todo el tiempo estuvo en la total soledad!
– FIN –