La semana pasada tuve la fortuna de ser invitado a un gran evento en el cual el INDEREQ volvió a recordarnos que el deporte no solo se juega: también se piensa, se siente, se comparte.
Esta vez lo hizo trayendo a Querétaro, en su Congreso del Deporte 2025, a dos figuras que representan caminos distintos hacia la cima: Marco Verde, medallista olímpico, y Rafael Márquez, uno de los mejores futbolistas mexicanos de todos los tiempos.
Dos nombres que, más allá del brillo de las medallas o de los estadios, resumen algo más profundo: la actitud como forma de vida.
¿Qué se puede decir de Rafa Márquez que no se haya dicho ya? El capitán eterno. El mexicano que, desde Zamora, Michoacán, hasta la Ciudad Condal, se coló en el corazón del Barcelona de Guardiola.
Pero, más allá de su importancia como futbolista y actual auxiliar de la selección mexicana, si uno lo escucha con atención, descubre que lo que realmente distingue a Márquez no es solo la técnica o la elegancia de su toque, sino su serenidad en medio del vértigo. Esa calma que no es quietud, sino control. Esa mirada que no necesita gritar para imponer respeto. En cada balón despejado, en cada salida limpia desde el fondo, parecía decir lo mismo: la actitud lo cambia todo.
El escritor argentino Hernán Casciari plasmó en uno de sus cuentos más crudos que, en la tragedia, pocos saben realmente quiénes son. Hay quienes, como el hombre que detuvo a otros por salvar su equipaje en un avión en llamas, muestran el rostro del egoísmo sin saberlo ni planearlo; y hay otros, como la madre que protege a sus hijos frente a un alud mientras el padre huye a refugiarse dejándolos atrás, que revelan en el instante límite su grandeza silenciosa.
Márquez pertenece a esa segunda especie: la de los que, cuando el ruido del mundo se multiplica, eligen no huir, sino quedarse. No para salvarse primero, sino para sostener el orden, para dar ejemplo. Su serenidad, como la de aquella madre, no es pasividad; es un acto de coraje.
Y definitivamente ahí está el verdadero valor de que existan estos encuentros. Porque escuchar a quienes han hecho historia no solo sirve para aplaudir o tomarse una foto; sirve para reconectarse con la posibilidad de intentarlo. Su mensaje no busca convertirnos a todos en atletas, sino en personas conscientes de que la excelencia no es un accidente ni una cuestión de suerte. Que la actitud, esa mezcla de disciplina, resiliencia y humildad, es la diferencia entre rendirse o levantarse; es la diferencia entre dejar pasar el balón o pelearlo hasta el último minuto.
Marco Verde, desde otra esquina, lo refuerza con la sencillez de quien se ha curtido en la adversidad. Su medalla olímpica no fue producto de la suerte, sino del sacrificio, del cuerpo llevado al límite y del alma que se rehúsa a romperse.
De hacer las cosas bien, aunque no tengas la energía para hacerlo.
De hacer las cosas bien, aunque nadie te esté viendo.
Al final, ambos dejaron algo que no se mide en aplausos o en autógrafos. Un eco. Una semilla. Un pensamiento que rebota en la cabeza de quien los escucha y se queda ahí, buscando un lugar donde germinar. Porque cuando una historia toca el corazón, basta una sola persona que la haga suya para que todo haya valido la pena.
Albert Camus, aquel escritor francés que disfrutó y sufrió en la portería cuando joven, alguna vez dijo: “Todo lo que sé con mayor certeza sobre la moral y las obligaciones de los hombres, se lo debo al fútbol.”
Quizá de eso se trató la visita de Márquez y Verde: de recordarnos que el deporte, como la vida, es una escuela moral. Que el talento es solo un punto de partida, y la actitud, el camino que nos lleva al destino.
En el final de su cuento, Casciari nos dice: “Ojalá nunca tengamos la desgracia de ser pasajeros del Titanic. Pero si un día nos llega a pasar… ojalá seamos el pianista que toca música hasta el final.”
Y sí, ojalá, en nuestra vida y para los nuestros, siempre seamos el pianista.







