La inauguración del gobierno de Biden en Estados Unidos es tomado como un parteaguas en la historia de ese país con repercusiones para México. No es lo mismo un presidente republicano que un demócrata. Si nos atenemos al discurso, me gustó el tono conciliador “Todo desacuerdo no puede ser causa de guerra”, esta afirmación da un respiro porque es precisamente el desacuerdo lo que presenta López Obrador al inicio del mandato de Biden, desacuerdo necesario, por otra parte, para poner distancias y márgenes de negociación. Coincido con esa estrategia de Marcelo Ebrard. Se inaugura una nueva diplomacia para ambos países, en la que las reglas son claras y previsibles.
Un aspecto que hay que tomar en cuenta es que se trata de un presidente católico, al igual que John Kennedy. Me gustó la cita a S. Agustín en su discurso inaugural: “Un pueblo es una virtud definida por los objetos comunes de su amor”. Descendiente de católicos irlandeses Biden tiene una visión muy distinta de la sociedad, totalmente ajena al supremacismo blanco y protestante impulsada por Trump. En ese sentido Biden es más cercano a la mayoría católica de México.
El presidente Biden ha sido fraguado por el dolor, por la muerte de su primera esposa y su hija primero y, en 2015, de su hijo, de quien expresó: “Solo lamento una cosa, que Beau no esté aquí, porque debería ser él quien tome posesión como presidente”. Con una madurez emocional que nunca exhibió su antecesor, cuya representación fue la de un niño grosero y caprichoso, expresiva del narcisismo exacerbado de Trump.
Yo no comparto la idea de que habrá conflictos inmediatos con México. No lo ven así los nuevos funcionarios de Estados Unidos. Seguirán los temas conflictivos: La migración que tendrá nuevos enfoques y maneras de enfrentarla, diametralmente opuesta a las formas grotescas de Trump, ya que se ha anunciado una reforma profunda en este campo y se ampliarán las cifras de los refugiados; el muro de Trump quedará en la basura de la historia y en futuro tal vez nos sea de utilidad para detener a los migrantes estadounidenses que traten de llegar a México ilegalmente (como lo predijo hace ya muchos años, 1985, Robert Pastor, entonces consejero de seguridad nacional de Carter), ya que el aislacionismo impulsado por Trump hizo menos competitivos a los trabajadores estadounidenses con el consiguiente impacto a largo plazo en el empleo; las energías limpias, que se encauzarán conforme a lo estipulado en el TMEC y los Acuerdos de París, a los que Biden volverá de inmediato; la cuestión laboral se renegoció ya en el gobierno de López Obrador y se conocen bien los compromisos, los aumentos al salario mínimo van en ese sentido. Un aspecto sumamente positivo es la designación de Roberta Jakobson como encargada de los asuntos de seguridad fronteriza. La exembajadora de Estados Unidos en nuestro país es conocedora y enamorada de México, entenderá las posiciones de López Obrador con respecto a la DEA, así como los temas más acuciantes de la relación fronteriza, principalmente el interés de México en frenar el tráfico de armas. No creo que el caso Cienfuegos sea considerado casus belli por la nueva administración estadounidense.
La cuestión del beneplácito a Esteban Moctezuma como embajador de México en el vecino país, no es trascendente, si se tarda es seguramente por la inmediatez de la atención de la pandemia en Estados Unidos, que es realmente catastrófica, al igual que en México. Tal vez el granito en el arroz haya sido la invitación de Calderón a la toma de posesión, en la que estuvo la actual embajadora de México. Pero son temas irrelevantes en comparación con los grandes problemas históricos y recientes de la relación bilateral.
Estoy convencido que Biden se asemejará mucho más a Roosevelt que ningún otro demócrata en la solución de los graves asuntos internos e internacionales que tendrá que enfrentar y vaya que tuvimos la suerte de manejar el asunto de la nacionalización del petróleo con él. Lo demás, se resuelve con voluntad política y diplomacia, mucha diplomacia.