Querétaro volverá a recibir a la selección nacional en febrero de 2026. Y eso, por sí mismo, siempre merece una pausa. La selección es una visita que ordena la semana, que convoca, aunque no siempre convenza, que se vuelve espejo aun cuando no sabemos bien qué queremos ver reflejado. El rival anunciado es Islandia. Y ahí empieza la conversación incómoda.
Islandia no irá al Mundial. No es potencia, no arrastra multitudes ni vende épica futbolística de sobremesa. En términos estrictamente deportivos, la pregunta es inevitable: ¿qué tan exigente puede ser un partido de preparación ante una selección que no estará en la cita grande? ¿Qué tanto se prueba uno cuando el otro no se juega nada?
Islandia, en realidad, no trae grandes respuestas futbolísticas. No promete intensidad desbordada ni una exigencia que mida el techo del proyecto. Deberá llegar como llegan muchos rivales de preparación: ordenados, correctos, sin demasiadas urgencias ni aspiraciones inmediatas. Y quizá por eso mismo permite mirar el partido desde otro lugar.
Los islandeses no se apellidan como nosotros. Se apellidan sson o dóttir: hijo de alguien, hija de alguien. Cada nombre señala un origen concreto e inmediato, sin pretensión de linaje y prosapia a la que estamos acostumbrados. No dice “de dónde vienes”, sino “a quién perteneces”. Es una forma tan simple de nombrarse que, literariamente, resulta atractiva, ya que esa inmediatez e individualidad suena liberadora, casi sin pasado que pesar ni futuro que cargar.
Y en el fútbol, Islandia también se ha movido así. Sin complejos, pero tampoco sin épica. Jugó durante un tiempo por encima de lo que se esperaba y luego volvió a su sitio natural, sin dramatismos. Hoy no está en el Mundial y no pasa nada. No parece cargar con la obligación de sostener un relato ni de repetir una hazaña que el tiempo ya acomodó en su justa dimensión.
México, en cambio, vive atrapado en sus “apellidos” y en sus pretensiones. Siempre juega con el peso de lo que fue, y sobre todo, de lo que se cree, de lo que prometió y de lo que nos han vendido. Futbolísticamente hay que aceptar que somos herederos de una narrativa comercial que pesa toneladas. Cada proceso carga con generaciones enteras. Cada técnico es heredero de una urgencia y de errores que no cometio. Aquí no somos “hijos de alguien”; somos hijos del “ya merito”, hermanos del “sí se puede”, nietos de unos cuantos partidos memorables y bisnietos de frustraciones recurrentes.
Por eso este partido en Querétaro tiene sentido más allá del ranking FIFA o de la exigencia competitiva. No por Islandia como rival, sino por el contraste que provoca. Enfrentarse a un equipo que no irá al Mundial puede parecer poco, pero jugar sin un enemigo que imponga expectativas también desnuda. Y obliga a mirarse sin coartadas.
El Corregidora, con su eco de pequeñas hazañas y tragedias propias, es el lugar ideal para este ejercicio. Es un estadio que sabe de futbol, pero que también sabe que el fútbol en su casa ha sido un inquilino, no un dueño. Futbolísticamente, Querétaro no vive del reflector permanente. Aquí, el fútbol también ha sido hijo de momentos, no heredero de grandezas. Y quizá por eso este partido no necesita adornos: basta con observarlo tal como es, sin pedirle lo que no puede dar. Aquí no se han celebrado campeonatos, sino únicamente breves destellos de alegría.
No se trata de esperar una prueba máxima ni de exigir un examen final antes de tiempo. Se trata de observar cómo juega México cuando enfrente no hay presión externa, cuando el rival no impone relato y cuando, paradójicamente, se te obliga a ganar “por obligación”. Ahí, en ese espacio incómodo, suelen aparecer las verdades. Ya ha pasado antes: Cuando se juega contra una potencia (Alemania, Brasil), tiene la “coartada” de la jerarquía. Si pierde, era lo esperado; si empata o gana, es heroico. Pero ante Islandia en Querétaro, México no tiene dónde esconderse. Si juega mal, no hay excusa técnica que valga, y eso revela las carencias estructurales del equipo.
Islandia llegará como lo que es: hija de alguien, no de una promesa. México saldrá al campo con todos sus “apellidos” a cuestas. Y quizá, solo quizá, ese cruce diga más de nosotros que de ellos.
Porque a veces, antes de saber si estamos listos para un Mundial, conviene preguntarnos algo más básico: ¿de quién somos hijos cuando jugamos?





