Este 2025 nos ha confrontado nuevamente con una verdad incómoda: cuando la naturaleza actúa con autoridad -como lo han hecho en los últimos meses las tormentas, aguaceros extraordinarios e inundaciones en diversos estados del país-, la respuesta institucional de México está lejos de estar preparada. Los daños humanos, materiales y sociales que ya comienzan a contabilizarse hablan de una falla sistémica: no solo meteorológica o geológica, sino de diseño, de presupuesto y de política pública.
Desde inicios de este año, diversos fenómenos meteorológicos han puesto en evidencia el alto grado de vulnerabilidad de México ante tormentas, lluvias extremas e inundaciones. En octubre, los remanentes de las tormentas tropicales provocaron un desastre múltiple: en los estados del centro y este —Hidalgo, Veracruz, Puebla, Querétaro, San Luis Potosí— se reportaron al menos 64 muertos y 65 desaparecidos, más de 100 000 viviendas dañadas y cerca de 1 000 km de carreteras destruidas. El impacto es cuantificable también en infraestructura crítica: escuelas, hospitales, vías de comunicación y servicios básicos que se vieron colapsados o afectados gravemente.
Pero esos impactos -que bien podrían calificarse como naturales y atípicos -cada vez más típicos-, son también en gran medida evitables, si se hubieran fortalecido los mecanismos de prevención, si el marco institucional, presupuestal y técnico de la protección civil hubiera sido coherente, si las políticas públicas estuvieran alineadas con la evidencia del riesgo que enfrenta México.
Y aquí el núcleo del problema radica en una decisión crucial del pasado reciente: la eliminación —o más bien, transformación— del Fondo Nacional de Desastres Naturales (FONDEN) como instrumento fiduciario especializado y su sustitución por un programa presupuestal más laxo, sin el nivel de encaje preventivo, de reserva institucional y de transparencia que exigía un país tan expuesto como el nuestro.
Según la UNESCO, en los últimos 20 años el número de eventos climatológicos extremos en México pasó de un promedio de 3.5 a 5.8 por año. En ese escenario, la pregunta de rigor no es si habrá desastres, sino cuándo y cuán graves serán. Sin embargo, la estructura institucional y presupuestal para afrontarlos sigue siendo reactiva, contingente y, en muchos sentidos, insuficiente.
Para entender la magnitud del problema, conviene detenerse en el papel que jugaba el FONDEN y cómo su transformación afectó la capacidad estatal de respuesta. El FONDEN se constituyó originalmente en 1996 y comenzó a operar de facto en 1999 como un mecanismo que integraba recursos federales, estatales y de entidades públicas con el objeto de atender inmediatamente los efectos de los fenómenos naturales. Constituía un “escudo” financiero prevenido, una “cuenta de emergencia” que podía activarse en momentos críticos. Según análisis institucionales, el FONDEN permitió que México tuviera un instrumento de liquidez presupuestal para la rehabilitación o atención inmediata tras desastre.
Sin embargo, en los últimos años del gobierno del expresidente López Obrador, este vehículo sufrió una transformación drástica: el fideicomiso fue eliminado como tal, reconfigurado como programa presupuestal, sin las garantías de reserva continua, sin la estructura fiduciaria que hacía la diferencia, y con recursos mucho más dispersos o sujetos a asignación en cada presupuesto anual.
La desaparición como fideicomiso redujo la autonomía del instrumento, lo que implicó mayor vulnerabilidad ante la reasignación de recursos o la falta de previsión de nuevos recursos ante emergencias. Al ya no operar con un esquema de reserva cuantificada, la capacidad para responder con prontitud cayó. La transformación fue acompañada de críticas por falta de transparencia, porque aunque los fondos etiquetados fueron menores y estaban sometidos a una lógica más política que técnica, el instrumento perdió su carácter de “vehículo especializado” para desastre.
Y ese debilitamiento institucional no ocurrió en el vacío: cuando se presentan tormentas y lluvias intensas, cuando los ríos se desbordan y las cuencas colapsan, el aparato técnico y presupuestal debe estar activado, no improvisando. Y ahí es donde el país parece estar fallando. Además del debilitamiento presupuestal, hay al menos tres líneas de falla que golpean la eficacia de la protección civil en México: la infraestructura, la capacidad técnica/meteorológica y la coordinación institucional.
Muchas localidades afectadas este año reportan que los sistemas de drenaje, los escurrimientos pluviales, las instalaciones de control de caudales y los diques o canales de desfogue no fueron diseñados ni actualizados para los volúmenes de lluvia recientes. En zonas como cuencas de ríos en zonas montañosas o de llanura, cuando se registran lluvias de carácter extremo se repiten los desbordamientos. La acumulación del riesgo no se ha traducido en inversión correspondiente.
Aunque existe la CONAGUA y un sistema de alertas que opera, el análisis de riesgos recientes advierte que los sistemas de monitoreo, predicción y difusión de alertas aún tienen brechas: hace falta mayor anticipación, mayor cobertura en zonas rurales o montañosas, una integración real con sistemas locales de comunicación, y una cultura de prevención ciudadana robusta. Por ejemplo, los análisis más recientes señalan que los eventos de lluvias intensas, que pueden derivar en flash-floods y deslaves, requieren modelos de alerta temprana mucho más ágiles.
La respuesta tras eventos como los de octubre de 2025 muestra que, si bien se movilizaron fuerzas federales, militares y servicios de emergencia, la atención de la emergencia no pudo evitar miles de damnificados, pérdidas de viviendas y daños que podrían haberse mitigado. Algunas de las razones: carencia de censos actualizados de zonas vulnerables, falta de protocolos integrados entre federación-estados-municipios, y déficits en recursos humanos y materiales en las entidades locales. En resumen: la prevención quedó rezagada, la infraestructura vulnerable, y el mecanismo presupuestal debilitado.
Cuando la lluvia no se detiene, la tragedia se vuelve predecible. Frente a la magnitud del desastre, la pregunta clave es si la respuesta fue oportuna, adecuada y si se recabaron todas las lecciones para prevenir futuros casos. Los hechos sugieren que la respuesta fue reactiva, no preventiva. Aunado a esto, la reasignación del recurso presupuestario destinado a desastres muchas veces compite con otras partidas de gasto público. En un país donde la política presupuestal puede estar sujeta a prioridades cambiantes, esta situación reduce los márgenes de seguridad financiera ante emergencias.
Además, es necesario destacar que hay una dimensión política y de comunicación que afecta la eficacia: cuando los fondos o la respuesta se convierten en un programa con lógica asistencialista, podrían perder el carácter de instrumento técnico de gestión de riesgos.
En la práctica, esto se traduce en que, al momento crítico —inundaciones, deslaves, escuelas y hospitales afectados— el aparato estatal se encuentra subdimensionado. Y esas deficiencias salen a flote —literalmente— cuando el agua sube.
En síntesis: estamos ante un escenario donde la prevención, la institucionalidad y el presupuesto no convergen de forma óptima, dejando un hueco que se traduce en vidas perdidas y daños evitables. No podemos seguir improvisando ante cada lluvia, ni confiar únicamente en la suerte o en la generosidad del auxilio posterior. La prevención, la inversión previa, la rendición de cuentas y la cultura de protección deben ser la norma.
La tormenta llega, sí. Lo que no debe llegar es la sorpresa, la falta de mecanismo, la vulnerabilidad institucional. Esa es la tarea pendiente y urgente que este 2025 nos vuelve a señalar con agua, barro y vidas rotas.








