Augusto Isla
Puede parecernos un anarquista ruso, un comedido diplomático, un patriarca. Una catarata de cenizas sobre su frente le han dado una prematura gravedad. Como el más gentil de los dromedarios, sobre sus hombros almacena no sé qué secretos de su vida. Hugo se solaza en la multiplicación de sus máscaras: dentro y fuera del teatro es un actor de hermosas manos aladas que donde conversa acompasan su memoria humillante y odiosa como la de Funes, el personaje de Borges.
Ignoro su verdadera edad. Por sus relatos, oscilando entre la experiencia real y la fantasía, infiero siglos. A lo Rulfo, como una floración de su magia personal, todo lo confunde: sueño y vigilia, vivencias y deseos. Y también, para envidia de multitudes, todo lo sabe; inhiben su poderío verbal y el amplio registro de sus ecos interiores. Ironiza, describe, analiza, interroga, desafía. Detrás de él, se esconde un niño melancólico que, entre lágrimas, aspira en las madrugadas el humor de la almohada dejado por un ser querido ausente tal vez para siempre.
Lo que toca, lo transforma en algo más vivo, irreverente, sutilmente perverso. Le gustan las travesuras: abrir las ventanas de habitaciones cerradas donde se esconden espíritus enlutados, arrebatar a una vieja beata su ridícula mantilla. Ama las provocaciones de la luz. Lo conocí cuando era rector de la Universidad de Querétaro. Llegó como un huracán. Sus vientos furiosos nos cambiaron para siempre. Aprendimos filosofía contemporánea, nos emponzoñó la delectación del jazz y el cine y el teatro de vanguardia. Hablo por mí: mis deudas son enormes con él. No terminaré de pagarlas, sobre todo por su amistad leal, perseverante, y el estímulo derrama sobre mis garabatos. Priva en su alma con un toque de desequilibrio, rasgada como el canto de Billie Holiday. Exactamente como es su poesía.
A menudo lejano, Hugo cultiva la amistad recordándola en sus textos poéticos. Más aún, me atrevo a decir que su poesía es ante todo un gesto de amor y de amistad, un modo singular de prodigarse a los otros. Durante muchos años, fue para sus amigos –que ha sabido sembrar aquí y allá– una presencia fugaz: la sombra de sus peregrinaciones.
La diplomacia fue su opción para el pan cotidiano. Pero más que eso: la oportunidad para observar el mundo, adentrarse en otras geografías poéticas, proveerse de un espíritu planetario. Salvo en un periodo en que se quejó de cómo tecnócratas oportunistas habían usurpado el servicio exterior mexicano, nunca habló de él. Cumplía sus deberes, ceñido a sus horarios, pero anhelando seguramente escapar para discurrir en un círculo sensible sobre Ramón López Velarde o Carlos Pellicer, o simplemente volver a casa donde le aguardaban las delicias de Lucinda, una película de Buñuel, o un amigo para platicar toda la noche sobre las desgracias de México que resumió en un poema extraordinario, “México-Charenton”, México manicomio por el que deambula Tiburcia, loca maravillosa e imagen de lo que somos todos. Cómo lamento haber extraviado una grabación con la lectura del poeta y el fondo musical de song for my father interpretado con el frenesí de Horace Silver.
Ocasión para peregrinar, la diplomacia libró su vocación poética de las convenciones impuestas por las modas nacionales, de búsquedas artificiosas de las formas, manías de quienes nada tienen que decir. Recorriendo el mundo, se empapó de una universalidad jamás torturante, más bien plena de salud. Su poesía es inclasificable y escurridiza; lleva la impronta de su juventud provinciana y, al propio tiempo, guarda las huellas de sus travesías. Ha tenido, desde sus comienzos, un “acento personal”, a juicio de Rafael Alberti, nada menos. Es ya sencilla, ya compleja, ya espontánea, ya pensada. Se adapta con destreza a la materia que trata. El aluvión epistolar que es, a veces nos inunda con su tristeza, a veces nos cae encima con su ironía, recurso supremo de quien vaga por el mundo con una clara conciencia de nuestra pequeñez ontológica, de la miseria y grandeza de las palabras. Cuando está a punto de alojar a la sabiduría, algo, por fortuna, la aniquila: un golpe de humor, de desparpajo, de avidez sensual.
Peregrinaciones lleva por título este voluminoso libro que reúne su poesía escrita entre 1965 y 2001. Se trata formalmente de quince libros, amén de los últimos poemas. De los títulos, unos nos remiten a su contenido: el amor, los homenajes; otros a sus andanzas: Desde Inglaterra, Georgetown Blues, Andar en Brasil, Los Soles Griegos; otros son arbitrarios y desacralizadores como Poemas para el perro de la carnicería. El título del conjunto da en el clavo acerca del espíritu que anima a este poeta: peregrinaciones, en sus varios sentidos. El poeta anda de aquí para allá, aunque sin perseguir nada, abandonándose a la emoción del viaje, pues “lo que vale es el viaje / llegar es un cansancio más”, pero también peregrina para alejarse de los peligros, entre otros, los de una poesía solemne, trascendente, por así decirlo.
Escribo estos poemas para qué
tal vez para evitar el triunfo aletargado de las polillas
para acumular palabritas
en la caja fuerte de color violeta
para conjurar
eso es, qué pedante certeza, para conjurar
Así, el poeta se aleja, merced a la palabra. De la tristeza, que trae consigo el destierro, la ausencia de los amigos, empero también el tiempo devastador y la muerte. Pues a la chita callando o susurrando, para evitar grandilocuencias, al poeta le obsesiona la muerte:
Es necesario cerrar la puerta
para que este verano no se escape.
Al fin, amigos, nos damos cuenta
de que el galope avanza
por el desfiladero de los pulsos.
La muerte, sí, indicación de la partida fundamental, de la devoración de nuestros sueños:
Miro los barcos en el océano seguir su ruta;
son como la vida de rumbos rotos,
para ellos lo que importa es partir.
Las laboriosas vidas marineras
–mar y muelle las forman–
están hechas para la travesía,
renacen al partir.
Partir, esta palabra debe terminar el poema.
Partir sin que el regreso nos preocupe.
Hombres del mar, hechos para partir,
para dejarlo todo,
la desnudez es siempre nuestra herencia,
nuestro único destino.
Desnudez y ruina. Ruina de ciudades y civilizaciones. Pues el fracaso está inmerso en la vida. Y sin embargo, mientras ello ocurre, el poeta canta, pues “lo único que hace la poesía es cantar lo que a todos pertenece”. Canta, celebra, se ríe, se burla de sí, de todo, echa a volar su irreverencia:
A mi invitación al juego
contestas con una declaración escrita.
A mis saltos chaplinianos
respondes con tu cara de discurso.
A mi tristeza de Búster Keaton
opones tu deseo de subir.
Te saco la lengua amigablemente.
Yo seguiré representando mi farsa.
Quédate en la tribuna aquilina
y que una trompeta ronca
te despida del planeta.
Desde la fosa común te saludaré con mi corbata.
Hasta tu mausoleo llegarán mis proyectiles:
pasteles de crema,
helados de frambuesa.
La poesía de Hugo quiere darle realce a lo cotidiano, ya melancólico, ya con humor, modalidades poéticas de su conjuro, disfraces de un solo rostro herido por la orfandad, que es la suya, la de todos. Porque la cotidianeidad es lo único que trasciende: su poesía es carta, plegaria, homenaje discreto, entre amigos; morada sin ornamentos superfluos para abrigar los recuerdos; para que no huyan como ladrones. Y es también lápida y retrato irónico unas veces, otras tierno. En ella esplende el amigo, el observador, el paisajista riguroso, el visionario. Traza siempre sus líneas con mano segura, sin temer los diminutivos, con la clara conciencia y habilidad suficiente para dar a cada asunto la forma exacta ya breve, ya de largo aliento, como en Tarot de Valverde de la Vera.
Al margen de la amistad, cada día me interesa –evito la palabra gusto– este poeta, escucharlo o leerlo en silencio. Es un juglar espléndido, pero su poesía no depende de sus cuerdas vocales: tiene aliento propio.
Me emocionan por igual una suite doméstica –luminoso y breve resplandor de lo cotidiano– que los Cantos del despotado de Morea, poema sinfónico, alegoría del fracaso de los humanos sueños. Una estancia en Amorgos me estremece, no sé bien si por la recóndita perfección de sus versos, diáfanos, esenciales como una casa de pueblo, hecha con frutos verdaderos de la madre tierra, o si por lo que evoca en mí: el recuerdo de nuestros paseos griegos, de mi hija que lleva el nombre de Antígona, la más grande de las mujeres míticas.
Lo imagino escribiendo en su lecho, inmóvil para no interrumpir el sueño de su mujer y sus gatos. Del silencio brotan, apenas sigilosas, la oración, el bolero, el meditado aforismo, la viñeta de un paisaje, el relato trágico, la carcajada. Que la personalidad es una nadería, como lo creía Borges, Hugo lo prueba: se guarece en la intimidad, pero es también dueño de una reluciente espada ciudadana; si en algún partido tuviese cabida, éste sería el de los minimalistas: exige poco y suficiente: una pizca de democracia, de igualdad, de amor a la naturaleza, de esencial fraternidad con los gatos. Es tolerante con sus pares, pero intransigente con los señores de la vieja moral podrida y con las necedades del poder. Le acompaña por igual el desengaño y el entusiasmo, la desgarrada conciencia de la muerte y el amor a la vida, al milagro de sus insignificancias.
*Texto inédito, leído hace años, en la presentación del libro Peregrinaciones de Hugo Gutiérrez Vega, que recoge gran parte de su obra poética.