La tragedia ocurrida recientemente en Avenida de los Arcos, donde una joven perdió la vida y su acompañante se debate entre la vida y la muerte en el hospital, al ser embestidos por una conductora presuntamente a exceso de velocidad e intoxicada, que supuestamente se quedó dormida, ha estremecido a la sociedad queretana y ha puesto, una vez más, el dedo en la llaga sobre la crisis vial, de movilidad y de autoridad que enfrenta nuestra ciudad. La reacción inmediata del presidente municipal de Querétaro fue anunciar, en un desplante de inmediatez emocional y política, la intención de crear un nuevo tipo penal: el homicidio vial.
Más allá de la comprensible indignación social y del legítimo clamor de justicia por la víctima, es necesario abordar este tema desde el análisis jurídico y constitucional que merece. No se puede ni se debe legislar en medio del dolor, ni construir el derecho penal desde la emocionalidad pública o el oportunismo político. Lo contrario, como se propone ahora, es incurrir en lo que la doctrina penal contemporánea califica como populismo punitivo: la tendencia de los gobernantes a utilizar el derecho penal como vitrina de eficacia, aunque las medidas propuestas sean ineficaces, innecesarias o incluso inconstitucionales.
Desde la perspectiva técnico-jurídica, la figura del “homicidio vial” resulta innecesaria e incluso riesgosa. El Código Penal del Estado de Querétaro, como ocurre en todo el país, ya contempla el homicidio culposo, y en su modalidad más grave, cuando el agente actúa con negligencia, imprudencia, impericia o bajo los efectos del alcohol o drogas, o bien con violación de reglamentos de tránsito. Es decir, la conducta que se quiere sancionar con el llamado “homicidio vial” ya está regulada y sancionada por el orden jurídico vigente.
Crear un nuevo tipo penal con un nombre distinto pero que castigue la misma conducta viola el principio de taxatividad y de legalidad penal, consagrados en los artículos 14 y 16 de la Constitución Federal, que exigen que todo delito esté claramente definido por ley y que no haya duplicidad o vaguedad en su redacción. Además, crear un tipo penal con elementos subjetivos imprecisos, como podría ser “conducción temeraria” o “imprudencia extrema”, sin criterios técnicos claros, podría derivar en graves problemas de interpretación, de aplicación judicial y, eventualmente, en la nulidad de sentencias o incluso en violaciones a derechos humanos.
Desde la dogmática penal, crear tipos penales redundantes lleva a lo que se denomina doble incriminación, lo cual además de violar principios básicos del Derecho Penal liberal, puede implicar una afectación al derecho de defensa y a la seguridad jurídica del ciudadano. El homicidio, aunque sea culposo, ya es punible, y cuando se agrava por el estado de ebriedad o por exceso de velocidad, la pena se incrementa. Entonces, ¿qué sentido tiene crear una figura nueva que pretenda castigar lo que ya está tipificado?
Lo que en realidad parece buscar esta propuesta es un efecto mediático. Una especie de “justicia instantánea” que tranquilice la indignación pública, aunque sea a costa de la técnica jurídica. Se trata, en pocas palabras, de Derecho Penal simbólico, donde lo que importa no es la eficacia legal sino el mensaje político.
Lo más preocupante es que, en lugar de mejorar la prevención y la capacidad de respuesta institucional, se opta por maquillar el problema con medidas legislativas que son poco útiles. Es la lógica de la resaca legal, donde cada tragedia se traduce en una nueva ley, sin evaluación previa de sus consecuencias ni coordinación con el marco legal existente.
La reflexión jurídica necesaria debe centrarse en la reparación del daño, las sanciones administrativas y la salud pública. En lugar de diseñar figuras penales artificiales, lo verdaderamente urgente y eficaz es reformar los marcos normativos existentes para que cumplan con su función disuasoria, restaurativa y protectora. Es momento de repensar seriamente el esquema de reparación del daño en casos de homicidio culposo derivado de accidentes viales.
Hoy en día, los montos que se establecen para la reparación a las víctimas y sus familias son absolutamente desproporcionados frente a la magnitud del daño causado, y frecuentemente resultan simbólicos, sin justicia real ni garantía de resarcimiento. Se debe impulsar, por tanto, una reforma que aumente los montos mínimos obligatorios de indemnización, tomando como base parámetros más justos y actualizados en materia de daño moral, lucro cesante, pérdida de vida y perjuicios a familiares.
Paralelamente, es indispensable endurecer las sanciones administrativas: retiro de licencia definitivo a conductores que participen en accidentes con resultado de muerte bajo influencia de alcohol o drogas, obligación de someterse a tratamiento en caso de reincidencia, retención del vehículo y registro en una base pública de infractores graves. No todo se resuelve con prisión: la sanción civil y administrativa puede y debe jugar un papel más activo en la prevención.
Por otro lado, se debe abrir un debate serio sobre la corresponsabilidad de los establecimientos que venden alcohol, particularmente bares, restaurantes y centros nocturnos. Así como los códigos civiles imponen responsabilidad objetiva a quienes prestan servicios públicos peligrosos, debe establecerse en la legislación estatal la obligación de no vender bebidas alcohólicas a personas visiblemente intoxicadas, con sanciones severas y clausura temporal o definitiva a quienes incumplan.
Ésta no es una medida moralizante, sino una estrategia de salud pública y de protección ciudadana, como se ha hecho ya en varios países del mundo. El alcohol es un detonante directo de muertes viales, violencia intrafamiliar y crímenes violentos. El Estado no puede continuar ajeno a su regulación efectiva, ni permitir que la industria de la vida nocturna funcione sin controles que garanticen responsabilidad social.
Más allá de esta propuesta inadecuada, lo que urge en Querétaro no es una nueva figura penal, porque ya se tiene una y debe aplicarse con las agravantes del caso, sino una política pública integral de prevención, movilidad y seguridad vial, acompañada de medidas realistas y con resultados medibles. Algunas de estas acciones pueden y deben incluir una mayor presencia policial y de tránsito, no sólo en puntos conflictivos de la ciudad o con el alcoholímetro sino en rondines continuos y las 24 horas, pues de noche y madrugada las principales avenidas de la zona metropolitana se convierten en pistas mortales de carreras.
El dolor de una pérdida humana nunca debe ser motivo para improvisar leyes ni para construir castillos jurídicos sobre la arena de la opinión pública. La tragedia ocurrida debe llevarnos a exigir justicia, sí, pero una justicia profesional, bien fundamentada y eficaz. En lugar de proponer tipos penales innecesarios como el “homicidio vial”, las autoridades deben aplicar con rigor el homicidio culposo agravado, que ya existe y permite sancionar con penas severas a quienes, por irresponsabilidad, provocan la muerte de una persona al volante.
El verdadero reto está en hacer cumplir la ley existente, aumentar los montos de reparación del daño, regular con firmeza a quienes fomentan el consumo desmedido de alcohol, y construir una política pública integral en seguridad vial. Porque lo que sobran en este país no son leyes, sino autoridad, prevención y voluntad política para hacerlas valer.
Y si de verdad queremos honrar la memoria de las víctimas, no lo haremos con discursos vacíos ni con reformas mediáticas, sino con acciones efectivas que salven vidas y garanticen justicia real, no solo justicia en el papel.





