Norberto Alvarado Alegría
A un mes de haber iniciado su sexenio la presidente Claudia Sheinbaum enfrenta un escenario complejo, no sólo por la crisis constitucional que se generó con la aprobación de la Reforma Judicial unos días antes de la salida de López Obrador, sino con la posición de revanchismo que han asumido los legisladores federales del oficialismo y la sumisión abyecta de las legislaturas locales que se han dedicado a aprobar al vapor, sin análisis ni discusión, y lapsos de tiempo irrisorios, las reformas constitucionales que han sido redactadas y votadas a capricho del que ya no es, de la que se supone que es, y de los que verdaderamente son los dueños del poder político en México.
Los estragos de esta crisis constitucional -que tardará años en cobrarnos la factura-, han sido: la inicua tómbola que destituyó a miles de juzgadores federales; el pleito por el control entre la presidente del INE y la mayoría de los consejeros electorales; la irregular actuación de la Sala Superior del Tribunal Electoral validando sin facultades la convocatoria a la elección; la reforma de la supremacía constitucional que prohíbe la revisión judicial de las reformas constitucionales; la farsa puesta al descubierto de los votos inexistentes del diputado y vicecoordinador de Morena; el pisoteo de la dignidad legislativa por quienes presiden la Cámara de Diputados federal y el Senado; y la noticia del costo de la elección de la mitad del poder judicial federal de 13 mil millones de pesos, todas ellas vistas como algo normal, sin asombro de propios ni extraños.
Si a esto le abonamos la crisis financiera que se anuncia por la quiebra técnica de PEMEX y la Comisión Federal de Electricidad, por la caída del peso frente al dólar americano, por el resultado que arrojan los primeros datos de la elección en los Estados Unidos, por los desfalcos anunciados por la Auditoría Superior de la Federación durante el sexenio de AMLO, y la constante pérdida de poder adquisitivo de los mexicanos debido al aumento de la inflación, más los ya conocidos problemas de inseguridad y violencia en todo el país, el resultado es la tormenta perfecta.
¿Qué pensará la presidente Sheinbaum y su equipo? ¿Habrán sido capaces de procesar los golpeteos que a diario sufre su administración en estos poco más de treinta días? ¿Será consciente de lo que heredó, de lo que decide o lo que no, y de quiénes son hoy sus enemigos?
La presidente tiene que hacer un análisis a profundidad de su realidad. No solo por ella y la investidura que representa, sino por el país, sus instituciones y el futuro. Se le nota un hartazgo propio de los gobernantes que están por terminar, sin embargo, ella va iniciando y sus gestos, acciones y frases simplonas responden a las de quien aprende algo de memoria y las repite mecánicamente sin reflexionarlas, como si estuviera fuera de la realidad, en un trauma psíquico.
Esto lo saben quienes dirigen las acciones del partido Morena, y quienes se han proclamado por las vías de hecho como los dueños del Congreso. Los primeros, en cumplimiento de un berrinche que consideran herencia, han iniciado la construcción de un partido de masas que busca afiliar al menos diez millones de ciudadanos por la vía de los programas sociales que generan un incentivo perverso de manipulación para quienes sabiéndolo o no, son beneficiarios de pensiones, becas, apoyos o dádivas que condicionan su voto y abonan a los números de encuestas de satisfacción de la presidente en turno. Luisa María Alcalde y Andrés López Beltrán saben que sin un líder mesiánico mantenerse para la 4T será una meta cuesta arriba, y sólo la maquinaria electoral de un partido hegemónico puede lograr su permanencia en el poder.
Los segundos, son perversos y rampantes. Hoy convertidos en coordinadores de las mayorías parlamentarias y titulares de las mesas directivas del Senado y la Cámara de Diputados federal, han aprovechado el vacío de poder y bajo la patente de Corzo que la candidatura por la vía plurinominal les dio, se han hecho del control y del poder absoluto no solo en el Congreso de la Unión, sino de facto en el casi extinto Poder Judicial y por qué no, inclusive en el Palacio Nacional.
¿Quién manda en este país? La respuesta es simple, Ricardo Monreal, Sergio Gutiérrez, Adán Augusto López y Gerardo González Noroña han asaltado el Poder Político de este país, el mismo que la presidenta Sheinbaum no ha tenido capacidad ni talante para ejercer; estos cuatro personajes -con sus lugartenientes, esbirros y cortesanas-, astutamente han dado un golpe de Estado. El vacío de poder les ha permitido apoderarse de la narrativa política, lo mismo aprueban y desaprueban reformas, candidatos, asignaciones, y comisiones, que amedrentan legisladores o protegen gobernadores impresentables, que pasan por encima del Ejecutivo Federal.
Durante muchos años los estudios de politólogos y encuestadores aseguraban que los legisladores eran las figuras con la peor calificación pública. Hoy los reprobados de toda la vida nos gobiernan a su antojo, que no libre albedrio, pues ni es tan libre porque siguen atados al ideario de quien fue presidente hasta el 30 de septiembre, ni albedrío porque para eso hace falta la racionalidad, la prudencia y la dignidad de la que carecen.
Hay una paradoja en aseverar que ocho ministros de la Corte no pueden declarar la inconstitucionalidad de los actos y leyes de las autoridades, pero que nada tiene de malo que cuatro mentecatos clausuren el diálogo parlamentario, no por un impulso irracional y desequilibrado, sino en un intento de transgresión de los límites impuestos por la Constitución, las leyes y sus instituciones.
Esto sin duda, es una película que casi nadie pensaba ver, ni siquiera López Obrador. Están ebrios de poder y poseídos por la híbris. Sin duda las actuaciones, declaraciones y posturas que asumen lo confirman. Y ese no es el grave problema, sino la lucha encarnizada que más pronto que tarde vendrá entre estos mismos personajes y sus prosélitos, pues la historia nos ha demostrado que los gobiernos de Directorio mal acaban, se cortan las cabezas uno a los otros y al final quien queda de pie se proclama vencedor absoluto y ciñe en su cabeza un mantra de divinidad con tufo de autoritarismo.
Estamos en la antesala de una dictadura híbrica, que se caracteriza por una combinación de elementos democráticos y autoritarios. Un régimen que adopta la forma de democracia popular, con instituciones políticas formalmente democráticas que maquillan la realidad de la dominación autoritaria.
En el siglo XVIII, la caída de Robespierre produjo la instauración del Directorio como forma de gobierno, y la economía francesa cayó en crisis hasta paralizarse. Al final Napoleón se hizo del poder, se nombró cónsul y acabó de emperador. Actualmente como en aquel episodio francés, la nueva ideología busca una forma de encauzar el fervor revolucionario o transformador, que pronto degenera en la resolución de agravios personales como ahora lo vemos en México, y posteriormente en linchamientos, persecuciones y ejecuciones masivas que aparecen en el escenario nacional.
Las presidencias débiles producen escenarios de crisis y acaban con la muerte de las libertades del pueblo ejecutando la voluntad soberana. Lo preocupante de la actual presidencia no es sólo su halo de autoritarismo, sino lo fétido de su sumisión y displicencia, que produce incomprensiblemente hibristofila entre los electores.