En la arena olímpica, donde el sudor se funde con la ambición y la gloria se teje con hilos de esfuerzo, un grupo de mujeres mexicanas ha levantado la bandera de nuestro país con una valentía que raya en lo épico. Son guerreras que, con arco en mano o cuerpo a cuerpo, desafían no solo a sus rivales, sino a un sistema deportivo que, a menudo, parece más un laberinto de obstáculos que una vía hacia el triunfo.
Cada medalla que México conquista en estos Juegos Olímpicos de París 2024 es un canto a la resiliencia, una oda a la superación. Es la prueba palpable de que, en un país donde los recursos son escasos y las oportunidades desiguales, el espíritu humano puede alcanzar las más altas cumbres. El bronce obtenido por el equipo femenil de tiro con arco es más que una presea; es un testimonio de la tenacidad de estas atletas que, con flechas de acero y corazones de fuego, han perforado las corazas de la adversidad. Cada flecha lanzada al blanco es una metáfora de la vida: un desafío constante que exige precisión, concentración y una fe inquebrantable en nuestras propias capacidades. Ellas, siempre ellas, las mujeres dándonos estas hermosas lecciones.
Detrás de cada medalla, hay una historia de sacrificio, de entrenamiento incansable, de familias leales, de sueños y de batallas libradas en la soledad de un gimnasio. Pero también hay una historia de lucha contra un sistema que, a menudo, parece más interesado en el poder que en el deporte. Dirigentes que fueron colosos en las pistas, pero que hoy se han convertido en pigmeos obsesionados por el poder y enlodados de corrupción, han sumido al deporte mexicano en una crisis que amenaza con ahogar aún más las aspiraciones de nuestros atletas.
Sin embargo, en medio de este panorama desalentador, surgen figuras como Prisca Awiti, la judoca que nos ha regalado la medalla número 75 en la historia de nuestro país. Una mexicana nacida en Londres, de madre mexicana y padre keniano y que con su sangre tricolor se ha colocado en lo más alto del podio. Su medalla es más que un metal; es un símbolo de diversidad, una prueba de que el deporte puede unir a las personas más allá de las fronteras y las culturas. Su historia es la metáfora perfecta de un México mestizo, multicultural, que se nutre de las tradiciones de sus ancestros y que, al mismo tiempo, mira hacia el futuro con cierta esperanza.
Prisca Guadalupe Awiti Alcaraz ha brillado con luz propia en sus segundos Juegos Olímpicos, una luz espectacular que solo es de ella y de su gente cercana. Una medalla de la cual todos nos sentimos orgullosos, pero que, repito, solo es de ella. Prisca, con su sonrisa contagiosa, sonrisa casi infantil, pero llena de convicción, nos ha dado una alegría en tiempos donde hay poco que festejar, Prisca con sus lágrimas y su bella sonrisa, una sonrisa de alguien que está disfrutando, una sonrisa que es totalmente de plata. Su medalla ha sido un acontecimiento totalmente improbable e inesperado, incluso y sobre todo para las autoridades deportivas mexicanas. Esto es el ejemplo perfecto que confirma que, en nuestro deporte mexicano, son los esfuerzos personales y familiares los que trascienden. Una medalla solo de ella, por ella y para ella.
Mujeres que no solo compiten, mujeres que ganan y que siempre quieren más, las palabras de Prisca al finalizar su combate resumen mucho de esto: “Es más el dolor ahorita, tenía la capacidad de ganar el oro. México para mí es mi país, el orgullo de mi familia, es mi mamá, la verdad México es todo para mí”.
Que la historia recuerde a estas mujeres como las heroínas que son, como las que, con su talento y principalmente, con su corazón, han llevado el nombre de México a lo más alto.
Ellas, siempre ellas.
Escríbeme por X y platiquemos
@escritorsga