Continúo interesadísimo en mi charla nocturna con Hernán Cortés Pizarro en el bosque de San Juan de los Durán, municipio de Jalpan, Querétaro, adivinando que mi interlocutor es un alma en pena que no encontrará paz hasta que después de quinientos años los mexicanos lo reconozcan como padre de la nación que él dice que fundó con tremendos argumentos, aunque al principio haya sido con espadas, arcabuces y cañones, pero ya luego con leyes y trabajo, introduciendo nuevos métodos de agricultura, talleres de artes y oficios, arquitectura, bellas artes y la ganadería.
Para reanudar nuestra plática le asesté esta interrogante: ¿No sabe que su imperial regreso a España con una corte propia y desparramando riqueza confirmó al rey Carlos en la sospecha de que usted quería ser el soberano de México? Sus regalos exagerados enfurecieron a los celosos maridos hispanos. Su insolencia de pasar sin permiso por encima de los grandes de España en la misa y sentarse junto al rey en Toledo, su desdén de no regalarle y ni siquiera prestarle a la reina ese collar de esmeraldas que le regaló Moctezuma II fueron muy criticados en la Corte Ibérica y provocó el enfriamiento y encabronamiento de Carlos hacia usted. Solamente me contestó que en un gesto de arrepentimiento le había ordenado en su testamento a su hijo Martín Cortés, el español, “que liberase de la esclavitud a todos los indios que tenía bajo encomienda en sus inmensos territorios y que repartiera éstos entre ellos, pero que ese hijo no lo obedeció, el muy cabrón, acusándome de desordenado mental senil, como cronista marquesino”.
Así mismo me reconoció “El Conquistador de México” que despilfarró su riqueza en pleitos judiciales, deudas para expediciones locas como la de Las Hibueras, Pánuco y Baja California, mujeres, putas, casas de lujo, exagerada servidumbre y contratos leoninos con banqueros italianos y prestamistas sevillanos, más los panchos y exigencias que le demandó su esposa Juana de Zúñiga que lo dejó en la vil calle. Mientras, hizo de la hoy Ciudad de México una metrópoli rica donde no había españoles pobres, y me dijo que quien se metía de limosnero acababa rico, ya que la menor de las limosnas era de cuatro reales de plata, misma que abundaba. Hasta 1562 que su hijo Martín Cortés, el hispano, regresó a la Nueva España, la Corona le restituyó algo de lo arrebatado a don Hernán Cortés Pizarro, “El Conquistador”, lo que le alcanzaba para ser el hombre más rico del reino novohispano con cincuenta mil pesos en oro de renta anual. Todavía don Hernán con amargura infinita me dijo que si le habían restituido parte de su legado a su hijo era para que no se interesara en política virreinal y no tratara de “levantarse con el Reino” o rebelarse en contra del emperador de España. A Martín Cortés Zúñiga, el hispano, le gustaban más las cacerías, orgías, fiestas, procesiones, saraos, brindis, bacanales y mujeres que la vida política.
Me expresó con furia cómo el emperador Carlos “prefirió hacerle caso a sus consejeros, abogadillos y tinterillos caga tintas, que a un gran capitán de guerra que solamente cagaba oro y plata”. Con orgullo me contó cómo sus dos hijos de nombre Martín, emprendieron la reconquista, retro conquista, anti conquista o contra conquista de México en favor de los primeros conquistadores y los descendientes de Moctezuma II y de hijos y nietos de Cuauhtémoc que a mediados del siglo XVI ya eran sirvientes, leñadores y siervos en la tierra en la que cuarenta años antes fueron señores de señores.
Le recordé que muchos contemporáneos lo odian por haber traído a estas tierras a lo peorcito de la Península Ibérica, contestándome enojado que “si bien venían algunos criminales con él desde Cuba, también había hijosdalgo, gente honrada de los burgos de Extremadura y Castilla en su gran mayoría. Lo mejor que les pude traer fueron los frailes franciscanos”.
“Conquisté lo que hoy es México porque puse las orejas en el suelo y la Tierra me habló; no me quedé esperando a que los dioses me hablaran como lo hizo el supersticioso de Moctezuma Xocoyotzin, a quien sus dioses nunca le hablaron porque ya habían puesto pies en polvorosa”, me dice altanero don Hernán, el que terminó su vida amando más a México que a su natal España. “El largo proceso judicial ante el Concejo de Indias y que nunca terminó en sentencia definitiva en realidad fue mi exilio, un pretexto para sacarme de la Nueva España”, me expresa Cortés, pero cuando más crispado lo vi fue cuando empuñando la mano derecha gritó al infinito serrano: “quise salvar los templos indígenas y los franciscanos me lo impidieron; quise abolir la encomienda y reparto de tierras mal habidas y el vasallaje de los indios y los encomenderos y tinterillos leguleyos me lo obstaculizaron; el rey vio en mi Humanismo lo que más temía, el que los conquistadores se sintieran con derecho a gobernar las tierras ganadas para su Imperio”.
“Al rey le interesaba vernos muertos ahogados en tinta y mierda, porque se había querido levantar contra él mi primo hermano Gonzalo Pizarro en Perú y en La Amazonia Lope de Aguirre, en cambio mi otro primo, Francisco Pizarro fue asesinado a cuchilladas por hombres de su rival Diego de Almagro; Pedro Mendoza murió de hambre y de sífilis a la orilla del Mar del Plata; Pedro de Alvarado aplastado de la cabeza por un caballo en Guatemala, Cristóbal de Oñate descuartizado en el potro de torturas de la hoy Ciudad de México y yo, Hernán Cortés Pizarro, muerto de rabia y desesperación”, me gruñe fuera de sí el extremeño. “El único que tuvo tamaños para defenderme en vida fue el padre Motolinia, quien escribió: ¿Quién así amó y defendió a los indios en este mundo nuevo como Hernán Cortés?”, me complementa mi histórico fantasma.
“México ya no es Tenochtitlan pero tampoco es España, es un país nuevo, una nación distinta a lo indígena e hispano, pero tampoco somos los entenados de nadie. México es un país herido de nacimiento y amamantado por la leche del rencor, hay que amarlo, apapacharlo, hablarle con cariño”, me dice la sombra de mi interlocutor.
Además me platicó don Hernán Cortés que en 1545 junto el empeorador Carlos V una armada en las Islas Baleares para luchar contra el eunuco Aga Azán que gobernaba Argelia, consistente dicha fuerza de guerra en doce mil marineros, veinticuatro mil soldados, sesenta y cinco galeras y quinientos barcos, encabezando la expedición el propio Carlos V. “Con solo once barcos y quinientos soldados conquisté yo México. Ni el mando de una galera me dio contra Argelia el emperador, pero yo me alisté y tomé subrepticiamente el mando de una, llamada “Esperanza”, porque si alguien sabía del arte de la guerra en el Imperio Español era yo. Bastaba llegar a Argelia y esperar el buen tiempo con un reducido contingente para atacar por sorpresa, pero nadie me hizo caso y en medio de la tormenta y la confusión la expedición fracasó, perdiendo yo mi preciado collar de esmeraldas que traía amarradas a un pañuelo, las que me regaló Moctezuma, ya que tuve que huir nadando y estuve en peligro de morir ahogado en esa desgraciada batalla por Argel. Maldigo hasta la cuarta generación a los intrigosos cortesanos y burócratas lameculos que me hicieron daño a mí y a mis hijos”.
Ya casi amanecía cuando el extremeño se levanta de su asiento y a manera de despedida me dice: “Estoy harto del espectáculo de la muerte que señorea actualmente a México. No sé lo que significa el nacimiento de un nuevo país si ustedes no superan el trauma de su parto como nación. Dejen ya por Dios de lamerse las heridas que sin querer les inflinjí, así no cerrarán nunca. Dejen su satisfacción disfrazada de resignación y sean felices. Cumplan sus deseos de creer, su anhelo de paternidad y olviden su orfandad, recobren mi perdida efigie en medio de la marea humana prieta y sojuzgada con la que ustedes se auto martirizan”.
En medio de la neblina todavía tuvo tiempo de citarme para otro encuentro el 13 de agosto de 2021, en que se cumplan los quinientos años de que venció a Cuauhtémoc y cayó Tenochtitlan, y que esa cita se lleve a cabo en el templo de La Conchita, en su amado Coyoacán. Me suplicó harto que difunda su obra de carne y hueso, ni héroe ni villano, para lo que recomiendo sus biografías hechas por José Fuentes Mares y la mejor de todas: la de José Luis Martínez en el Fondo de Cultura Económica. Les vendo un puerco acomplejado, huérfano y traumado.