Ariel González Jiménez
Además de su significado más obvio (“tamaño excesivo de algo respecto de otra cosa”), la Real Academia de la Lengua Española plantea entre otras acepciones de “grandeza”, la de “majestad y poder” y, desde luego, la que alude a la “elevación de espíritu, excelencia moral”. Desde luego, no se necesita ser un monarca ni un potentado para mostrar grandeza –aunque ciertamente es la mejor forma que tienen los grandes personajes de ratificar su condición de tales–; también entre los ciudadanos de a pie la grandeza se puede poner de manifiesto en diversas circunstancias.
La grandeza de las personas “comunes y corrientes” radica muchas veces en su modesta labor cotidiana, cosas que hacen que las sociedades marchen mejor. Es un tipo de grandeza que a veces pasa desapercibida por muchos, pero que siempre tiene sus testigos. La mujer que defiende a otras o aquella que saca adelante a su familia; el policía insobornable o el maestro ejemplar, son muestras de distintas formas de grandeza.
Para el verdadero líder, la grandeza es siempre sencilla y discreta, a diferencia de la pequeñez exaltada y ruidosa de los demagogos (seguidos fanática y ciegamente por las masas, al menos por un tiempo). La grandeza es humilde porque apuesta más por los resultados, antes que por la popularidad de estos.
Entre los políticos la “elevación de espíritu” y la “excelencia moral” deberían serlo todo, pero ya sabemos que casi siempre política y grandeza son antónimos, especialmente en los tiempos que corren. Hoy, hablar de grandeza justamente “le queda muy grande” a la mayor parte de nuestra clase política, sumida más que nunca en el fango de la traición y la indignidad.
En la victoria y la derrota la grandeza asoma, pero también la vileza y el deshonor. Morena y su líder (porque solo es uno) no conocen la grandeza ni siquiera en la victoria: siendo los ganadores del 2 de junio se convirtieron en agosto en los atracadores de la mayoría calificada. Y ahora en septiembre se proponen ser los enterradores de la Constitución y la República en nombre, faltaba más, de la libertad, la justicia y la democracia. ¿Hay algún demagogo populista que no tenga en la punta de la lengua estas palabras?
México ha conocido grandes momentos en diversas etapas de su historia, pero evidentemente no son estos. La grandeza en la vida pública actual es el bien más escaso. Hoy por hoy, Mexico podría acabar en una autocracia porque ya tiene, de sobra, todos los protagonistas y actores que la hacen posible: legisladores y funcionarios serviles y ornamentales; consejeros electorales que, robándose la mayoría calificada para asignársela ilegalmente al partido en el poder, han echado a la basura la credibilidad de su institución y el esfuerzo de muchos años y de varias generaciones de mexicanos para procurarnos una transición democrática; magistrados del Tribunal Electoral que a cambio de permanecer en su cargo incumplen miserablemente con las responsabilidades más elementales del mismo; así como legisladores canallas que apenas llegados a sus respectivas cámaras se suman a la mayoría morenista traicionando a los partidos que los hicieron candidatos y a los electores que les votaron.
Diariamente parece que hay una competencia por ser reconocido como el más ruin en la escena política. El viernes pasado, unos presuntos periodistas vitorearon al Jefe Máximo como viles paleros, un circo repugnante que ni siquiera en las peores épocas del PRI llegó a montarse. El sábado, el Tribunal Electoral de la Ciudad de México anuló la elección en la alcaldía Cuauhtémoc, ganada legítimamente por Alessandra Rojo de la Vega, quien representó en las elecciones a la alianza opositora del PRI, PAN y PRD. ¿La “razón”? Ejercer “violencia” en razón de género en contra de la señora Catalina Monreal, digna hija de Ricardo Monreal. El domingo, precisamente su papá, Ricardo Monreal, coordinador de diputados en la cámara de diputados, haciendo gala de los recursos más truculentos de que dispone su partido, amenazó con impulsar un juicio político contra los jueces que otorgaron suspensiones para detener la discusión de la reforma judicial. Y también el domingo pasado la secretaria de Gobernación, Luisa María Alcalde, convirtió la entrega del Sexto Informe de Gobierno de López Obrador en el recinto legislativo en un tosco acto partidista.
Por cierto, la cursilería que han exudado estos días, con distintos matices dramáticos, varias plañideras morenistas para despedir al Jefe Máximo, tiene en la secretaria Alcalde a su más apasionada exponente. Sus adioses del domingo (que no creo que sean los últimos) exhibieron a la secretaria de Gobernación como el personaje más ajeno a la institucionalidad de su cargo que se recuerde, pero al mismo tiempo le sirvieron como anticipadísimo destape para suceder a Claudia Sheinbaum en la Presidencia.
Predomina, no hay duda, la miseria política. Pero nos queda la grandeza de los jóvenes que salieron a la Calle este fin de semana para defender la división de poderes; la grandeza de los jueces, ministros y trabajadores del Poder Judicial que no se han doblegado ante la embestida presidencial; la grandeza de las madres buscadoras que no han sido ni serán recibidas por un López Obrador que asegura que en México “no se desaparece a nadie”; y nos queda la grandeza de nuestra historia que, estoy seguro, será capaz de superar –aunque hoy no sepa decir cuándo ni cómo– estos tiempos oscuros para la democracia.
@ArielGonzlez
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