El Golpe de Estado es una figura que ya desde el siglo XVII Gabriel Naudé en sus “Considerations politiques sur le Coup d’Etat” (1639) al mencionar sus varias acepciones consideró que podía confundirse con la “razón de estado” por ser utilizado, en esa época, por el soberano en turno para reforzar su poder.
Con el constitucionalismo la acepción del término cambió para hacer referencia a los cambios de gobierno operados violando la Constitución legal del Estado por los mismos detentadores del poder político. El diccionario Larousse, citado a su vez por el Diccionario de Política de Bobbio y Matteucci lo define como una violación deliberada de las formas constitucionales por un gobierno, una asamblea o un grupo de personas que detentan la autoridad.
En el siglo XX, la autoría de los golpes de estado fue adjudicada a un solo sector del estado que fueron los militares, sin que por esa característica se considere que son, o puedan ser los únicos autores de un golpe de estado. Esa modalidad, con características más de insurrección que de golpe de estado, es en los tiempos modernos una posibilidad extrema cuando los medios políticos se han agotado pues existen otras formas de apropiarse del poder para imponer un gobierno autoritario y garantizar su permanencia por encima de leyes e instituciones.
Respecto a quienes pueden operarlo, es evidente que pueden ser funcionarios del mismo estado utilizando elementos que forman parte del aparato estatal. Se le ha llamado golpe de estado blando cuando desde las propias esferas gubernamentales, sin violencia, se generan cambios que alteran el orden constitucional y afectan a la vida institucional. No puede ser denominado así, como lo ha hecho en ocasiones el presidente López Obrador, si son organizaciones civiles, pues ellas no tienen el poder para obligar a ninguno de los tres poderes a realizar actos que perviertan el orden constitucional.
Establecidas estas definiciones, sucintas y perfectibles, cabe la pregunta acerca de si estamos presenciando un golpe de estado blando envuelto en la cubierta de una pretendida cuarta transformación, operado desde la cúspide del poder para asegurar la continuidad del mismo.
Es franca la intención de acabar, colonizar o limitar hasta su extinción a los órganos autónomos que regulan las acciones gubernamentales, como es el caso del Instituto de transparencia y acceso a la información, el Instituto Federal de Telecomunicaciones, o el de competencia económica, entre otros. Colonizar el Consejo de la Judicatura del Poder Judicial y la misma Suprema Corte nombrando ministros a modo, propuestas de las cuales cínica y públicamente se ha arrepentido “porque prefirieron los criterios jurídicos a la transformación”.
También es evidente la intención de desaparecer el Instituto Nacional Electoral o transformarlo por un organismo favorable a las intenciones gubernamentales de dominar los procesos electorales.
Son frecuentes, las iniciativas de ley que buscan evadir lo dispuesto por las normas constitucionales para ajustar la acción de dependencias e instituciones del ejecutivo a la voluntad presidencial, la más reciente es la relativa a la militarización de la guardia nacional, y un poco antes, la Ley de la Industria eléctrica, ambas con franco tono inconstitucional, aprobadas por una mayoría legislativa que recibe y cumple, órdenes directas del titular del poder ejecutivo.
Es evidente pues, que tanto el asalto a los organismos autónomos, como el dominio del poder legislativo y Judicial le permiten al ejecutivo trastocar el orden constitucional y manifestar abiertamente desprecio por la ley, encuadrándose francamente en la llana definición del golpe de estado. El presidente debe recordar que fue electo y juró, respetar y hacer respetar la Constitución, que fue electo para ello, y que utilizar las artimañas que le permite el uso de sus artificiales mayorías para violarla y atentar contra el orden institucional y constitucional es un virtual golpe de estado, no una transformación.
El golpe de gracia no ha podido darlo gracias a una reacción de la oposición unida que ha evitado que la Constitución pueda ser modificada a contentillo, sin embargo, el próximo embate ha sido anunciado con la presentación de iniciativas de ley que, a sabiendas que son inconstitucionales son presentadas para su aprobación, sabedor de que habrán de ser seguidas por acciones legales que pretende “chicanear” en la Suprema Corte, en una actitud propia de un tinterillo litigante y no de un presidente de la república.
Rodeado de una corte de abyectos servidores, anuentes y obsequiosos a su voluntad, la arrogancia del poder se despliega todas las mañanas para denostar a sus opositores, inflamando a la vez a su grey de seguidores con mensajes de enfrentamiento y división, más que de unidad nacional. Es la voluntad absoluta del soberano, similar a la que en el siglo XVII usaba la razón de estado para violentar todo orden y obsequiar a los caprichos del gobernante, salvo que esto se da en pleno siglo XXI en medio de una sociedad sorprendida y aturdida por una verborrea galopante, que convierte en razón de estado la sinrazón de una mente empeñada en trascender y transmitir el poder a un empleado por encima de toda ley o institución. Una pretensión así no se justifica con un 60% de popularidad, en México se eligió a un presidente no a un déspota aspirante a dictador disfrazado de demócrata.