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Gobierno de izquierda con alma de dictadura

Círculo Crítico

por Norberto Alvarado
9 julio, 2025
en Editoriales
La desilusión democrática
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En 1984, la novela distópica de George Orwell pintó un mundo donde el Estado lo observa todo, donde la verdad es manipulable, donde pensar distinto es un crimen y donde la libertad individual es solo un espejismo. El Gran Hermano te vigila, advertía la novela como una profecía que parecía distante, pero que hoy, en el México del 2025, empieza a vivirse cada vez más real.

En días recientes, el Senado de la República y la Cámara de Diputados aprobaron una serie de reformas de gran calado: a la Ley Federal de Telecomunicaciones y Radiodifusión, a la Ley Federal para la Prevención e Identificación de Operaciones con Recursos de Procedencia Ilícita (Ley antilavado), a la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública, y a la nueva Ley del Sistema Nacional de Investigaciones e Inteligencia. Todas bajo el pretexto de modernizar el Estado, combatir el crimen organizado y fortalecer la seguridad nacional.

Pero, en el fondo, estas reformas no son otra cosa que el andamiaje jurídico de un régimen cada vez más autoritario, disfrazado de legalidad y legitimidad democrática. En palabras más llanas: la institucionalización del espionaje, la vigilancia masiva y la criminalización del disenso.

Las reformas se dieron en el marco legal del autoritarismo. El primer gran foco rojo está en la reforma a la Ley de Telecomunicaciones, que ahora permite la geolocalización en tiempo real, sin orden judicial, de cualquier ciudadano que sea sujeto de una “investigación de interés para la seguridad nacional”. Además, faculta a las autoridades a intervenir comunicaciones privadas con una simple solicitud administrativa, sin mediación de un juez.

La Ley Antilavado, por su parte, fue modificada para ampliar el universo de actividades vulnerables, obligando a particulares, notarios, empresas y profesionistas a reportar cualquier operación sospechosa sin necesidad de indicio objetivo. La nueva redacción convierte al ciudadano en un potencial lavador o blanqueador de dinero por el simple hecho de realizar operaciones legítimas —comprar un auto, rentar una casa, invertir en criptomonedas— y obliga a los sujetos obligados a actuar como delatores.

En paralelo, la Ley del Sistema Nacional de Investigaciones e Inteligencia crea un monstruoso aparato de recolección de información sin contrapesos efectivos. La Secretaría de Seguridad y Protección Ciudadana podrá concentrar, cruzar y explotar datos personales, financieros, laborales, migratorios, escolares y hasta religiosos. Todo en nombre de la “seguridad nacional”, ese concepto tan elástico que lo mismo sirve para combatir a un cártel que a una organización civil incómoda.

Y la Ley General del Sistema Nacional de Seguridad Pública reforma sus mecanismos de interoperabilidad entre las bases de datos federales, estatales y municipales, otorgando a la Guardia Nacional y al Ejército acceso total a registros biométricos, historial médico y patrones de comportamiento, sin regulación ni vigilancia externa.

La pregunta es: ¿seguridad o control? Estas reformas, promovidas por el gobierno federal y aprobadas con la mayoría de Morena y sus aliados, no son neutras. Forman parte de un proyecto político de control social y concentración de poder. En un país donde el disenso ya es perseguido, donde los periodistas son espiados con Pegasus -que achacan a Peña Nieto pero que utilizan a diestra y siniestra-, donde las organizaciones civiles son estigmatizadas como “enemigas del pueblo”, dotar al Estado de más herramientas de vigilancia sin frenos es simplemente suicida.

El pretexto, como siempre, es la seguridad. Pero esa palabra ha sido pervertida. No se busca proteger al ciudadano, sino someterlo. No se trata de castigar el delito, sino de inhibir la crítica. Estas leyes pueden ser utilizadas —y lo serán— para vigilar opositores, neutralizar voces incómodas, castigar filtraciones, controlar medios y manipular elecciones.

Paradójicamente, todo esto se hace desde un gobierno que se dice “de izquierda”, que invoca la justicia social, el humanismo mexicano, el respeto a los derechos. Pero que en los hechos actúa como una maquinaria autoritaria, dispuesta a espiar, a censurar, a imponer su verdad única.

La izquierda histórica luchó por los derechos civiles, por limitar al Estado, por proteger al individuo de los abusos del poder. La izquierda de la 4T, en cambio, justifica su vigilancia en la pureza de sus intenciones. Cree que por ser “el pueblo” tiene derecho a saberlo todo de todos. Que su legitimidad electoral le permite vigilar sin límites. Como si la voluntad popular fuera cheque en blanco para abolir la privacidad.

El espejo orwelliano que hoy vivimos parece salido del texto que Orwell escribió 1984 no como un manual, sino como una advertencia. Pero en México pareciera que lo están usando como guía legislativa. La telescreen orwelliana hoy es nuestro celular. La “policía del pensamiento” es el Ministerio Público con acceso a tus mensajes. El Ministerio de la Verdad se llama hoy conferencia mañanera.

La reforma más peligrosa es, pues, la que ocurre en silencio: la de la cultura democrática. Cuando los ciudadanos aceptan la vigilancia a cambio de una ilusoria seguridad. Cuando los legisladores aprueban sin leer, y los jueces callan por temor o por consigna. Cuando la sociedad civil se cansa y los medios se autocensuran. Ahí, es cuando el Estado se vuelve Gran Hermano, que ya proponía Jeremías Bentham en su panóptico.

Lo más alarmante no es solo la aprobación de estas reformas, sino la ausencia de contrapesos institucionales reales que puedan frenarlas. Más preocupante aún, en temas clave como la militarización de la seguridad pública, la extensión del poder del Ejército en tareas civiles.

La Suprema Corte de Justicia de la Nación, otrora baluarte de la defensa constitucional, hoy se encuentra cooptada por los nuevos ministros afines a la llamada Cuarta Transformación. Las recientes designaciones -que no elecciones-, de ministros leales al régimen, sin carrera judicial ni independencia probada, han debilitado severamente la capacidad de la Corte para ejercer control de constitucionalidad.

Este vacío de vigilancia judicial generará un terreno fértil para el abuso de poder. Si el Ejecutivo legisla y el Judicial obedece, entonces la Constitución queda reducida a una carta de buenas intenciones. En ese contexto, la garantía de los derechos humanos es papel mojado, y los ciudadanos quedan a merced de la voluntad política del régimen.

El discurso oficial justifica estas reformas en el combate al crimen organizado. Pero la experiencia internacional demuestra que la seguridad sin libertades no es seguridad, sino represión. No se combate al crimen violando derechos humanos ni anulando garantías constitucionales. Se le enfrenta con inteligencia, profesionalismo, prevención, justicia efectiva y Estado de derecho.

El verdadero objetivo de estas reformas es construir un Estado vigilante, no un Estado justo. Un aparato capaz de identificar, perseguir y neutralizar a cualquier opositor, periodista, activista o ciudadano que incomode al régimen. Un sistema donde todo puede ser monitoreado, y donde discrepar será una forma de traición.

Aún estamos a tiempo, no todo está perdido. La sociedad civil, la academia, el periodismo crítico y los defensores de derechos humanos deben alzar la voz. Porque si nos resignamos hoy, mañana será demasiado tarde. No olvidemos la advertencia de Orwell: “Si quieres una imagen del futuro, imagina una bota aplastando un rostro humano… eternamente”. No permitamos que la distopía se vuelva nuestra realidad cotidiana.

Etiquetas: dictaduraMorenaOrwell

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