Hay relatos a los que hemos accedido infinidad de veces: en libros, películas y cómics. Clásicos que perviven insertos en nuestra psique y en el imaginario popular. ¿Cómo utilizar el cine para recontar una historia archi conocida?
Ése es el reto al que se enfrenta Guillermo del Toro con su película Frankenstein.
Siglo 19. Víctor Frankenstein la ha pasado mal: su mamá muere siendo él muy joven y queda a merced de su padre, un hombre cruel e intolerante. Su única alegría es su hermano menor, William, quien se convierte en su orgullo, y él, a su vez, en su guía. Pero la felicidad es finita.
A más de 200 años de haber sido escrita, Del Toro logra su añorada adaptación de la novela escrita por Mary Shelley. Las expectativas son grandes. ¿Se cumplen?
Visualmente, es una delicia: atmosférica, de perfectos escenarios y suntuosos colores; nos trasladamos a una fascinante y ornamental Europa decimonónica. Los vestidos, la fotografía, la música nada desentona. Nuestros ojos están contentos.
Surge también, la parte ultra macabra y gráfica que es sello de Del Toro: la construcción de un monstruo obtenido de partes humanas. El director no escatima en rarezas y crudezas.
Pero el dilema está en el corazón del film, el relato. Podemos imaginarnos la disyuntiva de Guillermo: ¿cómo lograr la anhelada adaptación de una historia tan conocida? ¿Cómo añadir creatividad sin forzar la narrativa?
Del Toro le apuesta a lo óptico. Pero en términos narrativos, es una adaptación fiel, sin mayores diferencias o giros. Además de la cobertura ornamental, el director se enfoca en su elenco: Isaac, Goth, Elordi, Waltz todos bien, precisos y correctos.
Quizá sea la precisión de esta muy bella adaptación fílmica, la que irónicamente nos aleja del estrujo irracional del relato. Por la creatura sentimos lástima pero hay un tris de conexión emocional que se nos escapa.
