No es el monstruo de la obra de Mary Shelley al que me refiero hoy, si no a la Constitución Mexicana que a pedazos y ocurrencias la han convertido en un adefesio peligroso. Particularmente en esta legislatura en la que se legisla con prisa, sin reflexión y por consigna.
En los tiempos del priato las reformas constitucionales fueron un recurso político para mantener la estabilidad del régimen. Los principios e ideales revolucionarios estaban contenido en el texto original.
La necesidad de dar salida a demandas de minorías fueron orillando al gobierno priista a llevar a rango constitucional no solo demandas sentidas y/o necesarias por las circunstancias, sino también a poner límites a la tentación autocrática del régimen presidencialista en el que se convirtió el federalismo republicano, con división y equilibrio de poderes que fuera originalmente concebido. En ocasiones, también la Constitución fue víctima de la personalísima idea del presidente en turno sobre cuestiones esenciales, fuera en materia agraria, de economía política o de justicia social.
No cambió mucho con la alternancia y modificar la Constitución se convirtió en un triunfo de tal o cual corriente política. Así la constitución se ha vuelto un galimatías en el que encontrar las razones e intenciones primigenias se hace difícil. Las corrientes y los intereses políticos la han convertido en un Frankenstein hecho de piezas diversas e inconexas torpe y difícil de entender y de aplicar.
En la miscelánea política en que se convirtió el Poder Legislativo, la Constitución fue rehén y víctima. Se llenó de despropósitos ignorando la técnica legislativa, que sucumbió ante la ignorancia y las limitaciones intelectuales de políticos demagogos e ignorantes. Se llegó al absurdo de que un solo artículo de nuestra Constitución (28, 27 o 123, usted escoja) tenga más páginas que toda la Constitución de los EUA.
El frenesí legislativo del régimen anterior, con continuación en el actual, ha sido escandaloso en cuanto al calado de algunas reformas realizadas, como la del Poder Judicial, la revocación de mandato, la contra reforma educativa y el traslado de la Guardia Nacional a la SEDENA, así como la extinción de 7 organismos autónomos, destacando el desaseo en el proceso legislativo, la falta de debate y la instrucción vertical a las Cámaras para su aprobación en fast track.
Y con todo ello, no es López Obrador el que más ha reformado la Constitución. Felipe Calderón hizo 38 reformas constitucionales; Peña Nieto 28 y López Obrador 27, aunque su herencia legislativa continúa.
Lo destacable de las reformas López Obradoristas es que en su contexto general se aprecia la intención de concentrar, omnímoda y autocráticamente, en el Poder Ejecutivo las potestades del Estado.
El principio rector de la Constitución original, de un federalismo republicano, con división de poderes, pretende ser sustituido por una dictadura de partido, no como la del PRI, más depurada, pero con los mismos o mayores vicios sin los aciertos. No parece haber reparo en la nueva administración para consolidar este propósito, allanándose incluso a decisiones contrarias a las propias por las que se advierte que hay diferencias crecientes en la nueva familia constituida alrededor del poder, sin desentendernos de la decisión dinástica del gobernante anterior, de seguir el proyecto cuando termine el sexenio de quien parece ser encargada de despacho.
Hay pues en la fiebre legislativa actual, una clara intención de confeccionar un régimen absolutista en una depurada adaptación de regímenes socialistas en los que la democracia es instrumento dúctil al servicio de la nomenclatura. No es ni de lejos una socialdemocracia, no persigue esos ideales, pero si constituye por el momento, una estructura de poder avasallante, conformada por una nueva clase política acomodaticia y servil en la que caben hasta saltimbanquis oportunistas, una corte de familias encumbradas y una disposición discrecional de los recursos públicos para garantizar rentabilidad electoral.
El régimen se ha vuelto un Frankenstein poderoso con un amo y sus discípulos. Habrá que ver si como en la literatura el creador y su criatura no se convierten en víctimas de sí mismos y terminan en el frío hielo, sino del ártico, sí de la política.
Por lo pronto, han hecho de la Constitución un juguete de sus apetitos y de su articulado algo que hay que empezar a comprender por sus partes, cada una correspondiente a diferentes intereses y voluntades de políticos en boga. El pueblo no la entiende y con un poder judicial improvisado acabará por temerle.