El famoso libro de Marshall McLuhan nos advierte cómo hemos mal entendido nuestras extensiones de los sentidos. Es decir, tenemos grandes capacidades de transmitir, pero no tenemos nada que transmitir. El fenómeno de consumo de fast food aplica a todo lo que consumimos en Facebook, Instagram y Twitter. Nos hemos acostumbrado a consumir comunicaciones basura. La palabra contenido ya no significa que tiene un nivel cultural, y hay algún nivel de personas que piensan que las noticias pudieran ser cultura, sin embargo ahora los medios difunden noticias falsas, verdades alternativas, verdades históricas, etc. Cómo se puede construir cultura cuando el contenido deja de tener contenido. Una paradoja. La cultura se convierte en una especie de fast food para consumirse en ese momento, pero no sirve como una base para construir pensamientos más complejos o para archivarse para el futuro.
La historia del Museo Guggenheim de Bilbao es una historia complicada, y un bonito ejemplo para explorar, el Guggenheim estaba interesado en establecer una franquicia en Europa y al tratar de venderla, no tuvo la demanda por el nombre Guggenheim que se esperaba. Finalmente la Ciudad de Bilbao decidió comprar la franquicia por 20 millones de dólares , este proyecto fue un éxito turístico para la Bilbao, sin embargo todo esto sucediendo a finales de los años noventa, en 1997, mientras el mundo celebraba la inauguración del Museo Guggenheim Bilbao como el “renacimiento” de una ciudad industrial, muy pocos imaginaban que ese brillo arquitectónico se convertiría en un arma de doble filo para la propia Fundación Guggenheim. La fórmula parecía infalible: un museo-ícono, diseñado por un arquitecto estrella, capaz de detonar turismo, inversión y prestigio global. Frank Gehry, con sus volúmenes de titanio retorcidos, se convirtió en el rostro de ese fenómeno.
Pero la historia posterior revela algo más complejo: la arquitectura se convirtió en la marca del museo, y la marca del museo en un producto exportable que finalmente no logró sostenerse. Entre planes truncos, edificios que opacaban las obras y una tensa confrontación entre Gehry y Richard Serra, el Guggenheim vivió una época en la que la arquitectura se volvió más importante que el arte.
La franquicia que quiso conquistar el mundo: tras el éxito de Bilbao, la Fundación Guggenheim apostó por expandirse como si fuera una cadena global de museos de lujo. Las llamadas franquicias Guggenheim empezaron a multiplicarse en proyectos y maquetas: Salzburgo, Hong Kong, Río de Janeiro, Guadalajara, Venecia (Ampliación), y la más comentada y polémica, Abu Dhabi.
Sin embargo, la mayoría jamás vio la luz. Razones políticas, presupuestos imposibles, controversias laborales y la enorme complejidad de operar museos sin colecciones suficientes debilitaron el modelo. Críticos como Hal Foster lo denominaron “McGuggenheim”: un museo convertido en producto, empaquetado en forma de edificio espectacular.
La arquitectura era el atractivo principal. El contenido contenido, un problema posterior.
Cuando el edificio se comió al museo. Frank Gehry defendía el poder emocional del espacio; sin embargo, en los Guggenheim su arquitectura empezó a generar tensiones constantes. Muchos curadores se quejan de que la espectacularidad del edificio le restaba protagonismo a las obras. Salas inusuales, paredes curvas, alturas imposibles: el espacio era una escultura en sí misma, pero difícil para exhibir.
El propio Thomas Krens, director de la Fundación en ese periodo, alentó esa visión arquitectónica como estrategia de marca global. Pero la apuesta por edificios-objeto terminó debilitando la capacidad del museo para consolidar programas curatoriales sólidos o colecciones permanentes amplias.
El museo se volvía foto de portada, más que experiencia cultural. La disputa Gehry–Serra: quién manda, el artista o el arquitecto. En medio de este contexto, emergió una de las tensiones más célebres del arte contemporáneo tardío: la riña entre Frank Gehry y Richard Serra. Aunque públicamente disimulada, en el medio artístico fue un secreto a voces.
Serra, uno de los escultores más influyentes del mundo, acostumbrado a intervenir espacios de acero y monumentalidad, encontró en Bilbao un aliado y un enemigo. Por un lado, el museo le permitió instalar La materia del tiempo, una de sus obras maestras. Por el otro, él mismo declaró en varias ocasiones que la arquitectura de Gehry limitaba la libertad del artista y que un museo debía ser primero un espacio para la obra, no una obra arquitectónica en sí misma.

“Form follows function”
La frase «La forma sigue a la función“ (Form follows function) fue acuñada por el arquitecto estadounidense Louis Sullivan en 1896, quien la usó para explicar que el diseño de un edificio debe reflejar su propósito y uso, convirtiéndose en un principio fundamental de la arquitectura moderna y el diseño funcionalista y el sentido común.
Gehry, por su parte, defendía que su diseño ofrecía retos creativos y que el arte debía dialogar con la arquitectura. Pero para Serra, la arquitectura se colocaba por encima del arte. Sus diferencias marcaron un debate profundo en la museología contemporánea:
¿El museo debe ser un contenedor neutral o una escultura habitable?
La respuesta, para ambos, era opuesta.

El declive del modelo
El proceso de expansión del Guggenheim terminó por colapsar bajo su propio peso. Cada museo propuesto exigía arquitectura icónica, presupuestos estratosféricos y condiciones culturales difíciles de replicar fuera del caso excepcional de Bilbao. Además, la propia Fundación enfrentó críticas por su dependencia del turismo y por no lograr construir identidades culturales robustas más allá de la arquitectura. Abu Dhabi, el proyecto más ambicioso, avanza lentamente, marcado por polémicas laborales y por la sospecha de que el modelo de “museo franquicia” ya es un concepto agotado. La marca Guggenheim, que quiso globalizarse a través de Gehry, terminó siendo víctima de su propia ambición estética.
Gehry se mantiene como uno de los arquitectos más influyentes del mundo. Su legado formal es indiscutible. Bilbao fue un momento único: una convergencia irrepetible entre arquitectura, política pública y transformación urbana. Pero la historia más amplia, menos contada, muestra un aprendizaje crucial: la arquitectura no puede sustituir al contenido de un museo, y el diálogo entre artistas y arquitectos debe ser una colaboración, no una competencia.
En México tenemos museos difuntos por falta de entendimiento de qué es exactamente un museo, así el Museo de Arte Contemporáneo que cerró en la Ciudad de México o el Museo de la Fotografía que nunca abrió, igual que el Museo de Monterrey que también cerró sus puertas.
El Guggenheim quiso convertirse en una franquicia global, pero descubrió que el aura de un museo no se exporta como una marca. Y en el fondo, la riña simbólica entre Gehry y Serra reveló el dilema central del arte contemporáneo: ¿qué pesa más, el edificio o la obra?
La respuesta, todavía hoy, sigue en disputa.






