No lo vi lanzar, no presencié el éxtasis colectivo que envolvía cada una de sus salidas. Pero Fernando Valenzuela, era una figura tan colosal que su sombra se proyectaba sobre generaciones enteras, incluso sobre quienes, como yo, éramos unos niños en el momento de su apogeo. El “Toro de Etchohuaquila” ha sido desde mi infancia una figura tan cercana como si hubiera compartido cada una de sus hazañas. A través de las anécdotas de mi padre, de las crónicas deportivas que él devoraba y me transmitía y de las imágenes que perduran en el imaginario colectivo, he construido mi propio relato sobre este gigante del béisbol.
Un año que marcó una época: 1981; la “Fernandomanía” irrumpió en nuestras vidas como un huracán, trayendo consigo una ola de esperanza y orgullo nacional. Un joven zurdo mexicano, con una curva endiablada y una sonrisa contagiosa, conquistó los corazones de millones. En una época donde los latinos aún luchaban por hacerse un espacio en el deporte estadounidense, Valenzuela se convirtió en un símbolo de superación y un ídolo para toda una generación. Su victoria en la Serie Mundial contra los Yankees fue más que un triunfo deportivo; fue una declaración de identidad, una afirmación de que los latinos también podíamos alcanzar la cima. Que delicia era ver triunfar a uno de los nuestros.
Junto a Hugo Sánchez y Julio César Chávez, formó un trío de deportistas que trascendió las fronteras y nos hizo sentir invencibles. Eran nuestros héroes, nuestros representantes en el Olimpo del deporte. Cada uno, a su manera, nos regaló momentos inolvidables y nos enseñó que a pesar de donde vengas y contra todo, los sueños sí se pueden hacer realidad.
Valenzuela, un Dodger de corazón, nos hizo sentir orgullosos de ser mexicanos. Su éxito abrió las puertas a muchos otros latinos, demostrando que el talento no tiene color ni nacionalidad. Y aunque el tiempo ha pasado, su legado sigue vivo. Su nombre se menciona con respeto y admiración en cada rincón de nuestro país y en cada estadio de béisbol aquí y en todo el mundo.
Su partida nos deja un vacío enorme, pero sobre todo un legado que perdurará por siempre. Fernando Valenzuela fue mucho más que un beisbolista; fue un ícono cultural para todos los latinoamericanos, un símbolo de unidad y un ejemplo a seguir. Y aunque no tuve la fortuna de verlo jugar en vivo, siempre lo llevaré como uno de los grandes héroes de nuestro deporte.
Fernando Valenzuela, el “Toro de Etchohuaquila”, dejó de embestir las bases enemigas para siempre. Su partida, un golpe certero al corazón de una generación que lo vio nacer como leyenda y a otra, que, como yo, que lo heredó como mito. El Toro ha cambiado de estadio, ahora surca los cielos, lanzando estrellas en el diamante celestial. Su espíritu seguirá brillando e inspirando a futuras generaciones de peloteros.
Fernando… “Toro”, tu partida nos recuerda que los grandes nunca mueren, solo cambian de estadio y tú, con tu zurda mágica, seguirás lanzando, ahora sueños e inspiraciones desde tu nuevo montículo eterno. Adiós y gracias, Fernando.