COLUMNA INVITADA
El lado oscuro del deseo
Como en el caso de la envidia, no hay ambición de la buena, aunque coloquialmente le hayamos dado al término la opción de una connotación positiva. Por definición, la ambición es un deseo desproporcionado, por ardiente y vehemente, de conseguir algo, generalmente fama, fortuna y poder.
Cuando se habla de falta de ambiciones, la intención es señalar la ausencia de impulso y objetivos, y cuando se hace referencia a la sana ambición, el propósito es destacar el deseo de superación. Ninguna de estas actitudes tiene que ver en realidad con la ausencia o la presencia de la condición emocional que le arrebata la cordura al ambicioso.
La ambición es por antonomasia insaciable. Cuando se logra lo que se ambicionaba se quiere más. Es el vacío interior perpetuo. Suele, también, ser engañosa si se le liga a lo ideal, entendido como lo que sólo puede existir en idea. En tal caso, nos arrastra hacia un destino al que nunca llegaremos.
En cualquier caso, la ambición nos incendia por dentro y nos oculta la realidad. Dejarnos llevar es levar el ancla del contacto con nosotros mismos en un mar embravecido por deseos incontrolados cuya satisfacción, si es posible, nunca nos hará felices.
Por algo decía Voltaire que “en el desprecio a la ambición se encuentra uno de los principios esenciales de la felicidad”, la cual es ciertamente difícil de comprender, pero invariablemente comienza por un grado de satisfacción consistente, absolutamente inalcanzable para el ambicioso.
La ambición es estrictamente egoísta; nunca ve por los demás, como no sea para utilizarlos, explotarlos. Por eso es una actitud recomendable en las culturas individualistas y competitivas.
La ambición es de hecho uno de los principales motivos del fracaso de no pocas democracias, que en su afán de proteger el ámbito de lo individual de los embates de un Estado todopoderoso o de mayorías aplastantes, han colocado al ciudadano egoísta, protector irredento de sus intereses personales y defensor furioso de unos derechos sólo suyos, como centro del acontecer político, económico, social, cultural y educacional, relegando lo colectivo al discurso. En esta simulación generalizada, aún pretendemos que el homo egoico se organice socialmente y trabaje por sus semejantes.
Ya que en realidad, en cualquier país, cualquier momento de la historia y cualquier cultura, lo colectivo, que no lo masificado (por irracional), es lo que importa como base de la existencia humana, el homo egoico, ambicioso por naturaleza, se autoboicotea en su paso sobre los demás para alcanzar sus objetivos.
Y así es como una distorsión que parece ser estrictamente personal, deteriora países. Se ha comprobado que cuanto más progreso económico desarrolla una sociedad, más infelices suelen ser sus miembros. Las naciones más ricas, como Suecia, Noruega, Finlandia y Estados Unidos, registran las tasas de suicidio más elevadas del planeta.
El ambicioso es un carente que pretende colmarse de nada, porque nada significan para el alma las riquezas, el poder y la fama. En lugar de reconocimiento atraen envidia y en vez de amor, interesado embeleso.
El ambicioso es alguien que definitivamente no se acepta. Sin embargo, está dispuesto a aceptarse todavía menos para alcanzar la nada. Infamia tras infamia sigue adelante en su ambición, esperando que lo venidero compense su vileza, pero a sabiendas de que requerirá más de ella.
No hay nadie que ponga la mirada más lejos de sí mismo que el ambicioso. Dice la reconocida psicoterapeuta, autora de varios libros, Any Krieger, que la ambición es una pulsión que arrastra al individuo a lugares donde puede encontrarse peligrosamente fuera de su eje.
La ambición es prácticamente una adicción. Los estados de vehemencia que crea son literalmente drogas, actúan como neurotransmisores que dan la sensación de empoderamiento.
Mientras la ambición no deje de ser de esas patologías toleradas y hasta estimuladas socialmente, estaremos lejos de la seguridad, la felicidad y la tranquilidad, individual y colectivamente.