COLUMNA INVITADA
Deseo, luego existo
Partamos de la idea de que la mente o la inteligencia universal deseó experimentarse a sí misma y creó todo cuanto existe. Si como es arriba es abajo (afirmación de Hermes Trismegisto que ha confirmado la Física más avanzada), el deseo original y primordial del ser humano es también experimentarse a sí mismo, y para ello necesita vivir, de ahí que se aferre a la vida.
Necesidad y deseo, pues, no son lo mismo, aunque los confundamos frecuentemente. Necesitamos alimentarnos, cobijarnos, amar y ser amados, reproducirnos y desarrollarnos para satisfacer la necesidad de vivir y, así, realizar el deseo de experimentarnos.
La necesidad es entonces, es su aspecto más básico, aquello sin lo cual no podemos vivir. Todo lo demás es deseo, impulso de experimentación, que realizamos a través de las emociones y los sentimientos.
En la medida en que nos desarrollamos, continuamos deseando, porque la fuerza motriz llamada deseo no cesa; entonces la colocamos en todo lo que nos rodea, particularizándola y, con ello, dando relevancia a aquello en lo que la depositamos específicamente.
Conforme deseamos experimentar más sensaciones y emociones, ancladas por los cinco sentidos a un mundo material cada vez más incitante, creamos nuevas necesidades, muy sofisticadas algunas, para realizar deseos determinados. Y en esta espiral nos hemos extraviado.
Fundamentalmente, porque hemos confundido lo que deseamos con lo que necesitamos; tanto, que hablamos de satisfacer nuestros deseos y no de realizarlos, y hemos referido cualquier necesidad, por vana que sea, a la satisfacción de las primordiales.
Así pues, hay quien no tiene claro que desea, por ejemplo, ser delgado y atractivo según los cánones de su época, sino que cree necesitarlo, tanto como amar y ser amado; de hecho, con mayor intensidad, porque supone le garantizará la satisfacción de esa necesidad básica.
Confundido con la necesidad, el deseo se vuelve más vehemente, hasta doler, en la medida en que es más difícil “satisfacerlo”. Y en lugar de funcionar como esa fuerza motriz que nos lleva a evolucionar –porque nos permite trascendernos a nosotros mismos, experimentándonos de maneras cada vez más complejas–, su realización se convierte en la redención de todo malestar.
Así que vamos y adquirimos ese auto, esa hamburguesa, el reloj, el adorno de casa, el último modelo de teléfono, etc., buscando no su utilidad, sino alivio temporal a esa angustia que nos viene del miedo a no satisfacer nuestras necesidades primordiales o a perder lo que hemos conseguido.
Hay quien dice que la naturaleza del deseo es caprichosa, pero no es así. El deseo es lo que es. Nuestra mente, caótica e indisciplinada, desea todo aquello en que ponemos la mirada, con mayor o menor intensidad según el caso. Y no nos damos cuenta de que educándonos para desear correctamente, estamos colocándonos al pie de la escalera que nos llevará a la mejor versión de nosotros mismos.
Lo principal es dejar de soñar y comenzar a tener propósitos claros, firmes, o sea, formular deseos objetivos, realistas, con la convicción de que eso “se hará”. Así podremos deshacernos de aquellos otros que solo nos distraen.
Hay que tener claro además que la finalidad de realizar nuestros deseos no es sentirnos satisfechos, porque el deseo siempre levanta el vuelo y va a depositarse en otra parte. Ver nuestros deseos hechos realidad es probarnos a nosotros mismos que somos capaces de alcanzar lo que nos proponemos, y eso sí que da satisfacción, una muy diferente a la de colmar una necesidad.
Es la satisfacción que nos impulsa a seguir poniéndonos metas cada vez más altas, retos, sino los cuales el ser humano pierde el propósito y el sentido de vida. Cada meta coronada es una nueva y expansiva experiencia en nuestro camino de evolución espiritual. Lo material solo es la herramienta, el medio, nunca el fin.
Deseo-emoción-razón, un triunvirato que nos lleva a buen destino o al precipicio.