ENCUENTRO CIUDADANO
El fastidio
Inició el año y ahora tenemos que obser Los niveles de alta desaprobación del Presidente Enrique Peña Nieto (según el IMCO), así como el lugar que ocupa México en el Índice de Percepción de la Corrupción 2017 en el mundo, impactan en la competitividad, inversión y en el desarrollo. Pero más aún, la corrupción y la impunidad han desatado una grave crisis humanitaria en nuestro país, tal como lo señalan todo tipo de organizaciones de derechos humanos, la CNDH y el Comité contra la Desaparición Forzada de Naciones Unidas, etc., esto frente a las desapariciones forzadas, torturas, ejecuciones, asesinatos, enfrentamientos abiertos, feminicidios, y un largo etcétera nos hablan de la inacción, colusión y nulos resultados de una muy costosa clase política. Uno de los síntomas más preocupantes del estado actual de la nación es el creciente desprestigio de los políticos, a los que se les considera tan ineptos como corruptos. Lo más grave de la situación radica en que la clase política está poco dispuesta y menos capacitada para detectar las causas de este desprestigio. La mala fama de los políticos, que deteriora a las instituciones, hunde sus raíces en dos malformaciones propias del sistema político mexicano: las competencias de los poderes Ejecutivo y Legislativo, que en buena parte las ejercen los partidos, y el nulo respeto e impulso a su democracia interna. El poder Judicial baila al mismo son, por inercia. Decía Robert Louis Stevenson que la política es la única profesión para la que no se considera necesaria ninguna preparación, solo veamos los requisitos constitucionales para ser diputado, presidente municipal, senador o Presidente. Y como muestra están las campañas electorales donde observamos la falta de un líder que en tiempos de incertidumbre pueda servir de referente por sus virtudes para gobernar, no digamos la Nación, sino un municipio. Triste ejemplo en Querétaro es el edil capitalino saliente, impresentable hasta en su propio partido.
Las sensaciones sobre los políticos suelen ser ambivalentes. Se les considera a la vez necesarios e inevitables, una necesidad y un obstáculo. Las evidencias y pruebas de su descrédito, favorecen la animosidad hacia ellos, conformada de una mezcla de buenas razones, así como de rabia y furia. La misma expresión “clase política” denota que el ejercicio de ciertas funciones encomendadas a los políticos los iguala a la baja en condición y estilo moral, en intereses y comportamientos. La expresión resulta más precisa si la ampliamos a la de “clase dirigente”. Muchas de las prácticas que se imputan al ámbito de la política (sistemas negativos de reclutamiento, entornos clientelares o flujos de información distorsionada) no son privativas de ese mundo; se han ampliado a la alta esfera social del empresariado, donde se abusa de las asimetrías, de la información y poder. Pero cabe otro horizonte para ejercer la política, pero sin escamotear sus circunstancias e identificando sus obstáculos casi insalvables y sus tensiones irresolubles. El político mejor intencionado está forzado a oficiar la representación política en un marco institucional contradictorio, con reglas pensadas unas para la figura (irreal) del representante como mandatario individual y otras para blindar una democracia de partidos. Se exige a los políticos comportarse responsablemente, velar por el interés general, pensar en el bien común, siendo empático y práctico. Pero la democracia, que requiere competir periódicamente, anima a satisfacer las demandas de una clientela que, ante todo, quiere trabajo, justicia, alimento y paz “para hoy”. Me pregunto, finalmente, cómo eludir las condiciones de nuestra comunicación política, cómo sobreponerse a una hegemonía mediática que, al primar la propaganda, el escándalo y una información contaminada, resulta factor principal de la crispación en la actual campaña. La democracia, decían los viejos maestros, no puede cumplir todas sus promesas. La brecha entre aquello a lo que aspira y lo que obtiene aboca al descontento y a la insatisfacción. De ahí que pidieran a los ciudadanos moderar sus demandas y a los políticos reconocer el alcance limitado de sus posibilidades. Que las democracias decepcionen es, pues, natural. Pero que defrauden, no, porque mina sus fundamentos. Y resultan fraudulentas cuando las trampas al Estado de derecho dejan de escandalizar y la legalidad pierde capacidad constrictiva, puesto que toda regla resulta sumamente interpretable. Defraudan cuando en la comunicación política prevalece la charlatanería, la bajeza verbal, la inmoralidad declarativa, a fuerza de significar cualquier cosa, terminan por no significar nada: sólo sirven como munición para confundir o manipular. Pero el fraude más dañino se produce cuando los ciudadanos estiman irrelevante su capacidad de participación y control. Constatan tal asimetría de recursos de poder a disposición de quienes les mandan o representan, percibiéndolos como invulnerables, mientras se ven a sí mismos impotentes. Entonces se apodera de ellos el escepticismo, el nulo interés de los asuntos que le competen e impactan, una suerte de rabia sorda o valemadrismo insano. Y cunde la aversión a la política, la que sólo beneficia a los ganadores de siempre.
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