La fecha FIFA, ese paréntesis en el frenesí liguero, se ha convertido en un ritual vacío, un café descafeinado que deja un regusto amargo en el paladar del aficionado. Un interludio donde los experimentos tácticos flotan en un mar de indiferencia, donde los balones se mueven sin alma, desinflados y sin la presión que los partidos oficiales imponen.
Con nuestro tricolor, estos partidos son termómetros que han perdido su mercurio, incapaces de medir la verdadera temperatura de un equipo, de un jugador o de una idea. Un escaparate donde cualquier futbolista, con más o menos méritos o incluso por moda y decreto, puede lucir la camiseta de su selección. Partidos de juguete donde la victoria se torna intrascendente, donde la derrota no deja cicatriz. Los resultados, irrelevantes en su mayoría, no dejan huella en la memoria colectiva. Partidos de exhibición que merecen ser guardados en un cajón.
Mientras tanto, en las sombras, los bolsillos de dirigentes y federaciones se engordan. Un negocio redondo donde los resultados deportivos no tienen importancia bajo el abanderamiento de un eterno proceso. Un circo donde los jugadores, a veces por obligación, a veces por vanidad, saltan al ruedo para interpretar un papel que no siempre merecen. En estos encuentros, los jugadores visten las camisetas de sus selecciones con una liviandad que desentona con el peso de la historia, la responsabilidad y orgullo que conlleva representar a un país.
La Fecha FIFA, un verso libre sin rima ni razón, un poema sin alma ni emoción. Partidos que se han convertido en un ritual vacío, una ceremonia sin sentido que llena un nacionalismo ramplón, un balón aburrido, ídolos de cartón, un grito de gol sin memoria que se desvanece en la nada. Una mancha en el calendario futbolístico que clama por ser borrada.