Daniel de la Fuente
Moisés Valadez Moreno suele decir que en México hay 2 millones de kilómetros de pirámides y 1 millón de cosas de las que nadie quiere saber.
“Esa es la parte que a mí me importa”, comenta, “la que a nadie le interesa, la que no es tan espectacular ni llama tanto la atención a los medios”.
De hecho, dice, él mismo suele ser alguien alejado de los reflectores, lo que no pudo evitar hace días cuando el Instituto Nacional de Antropología e Historia informó del hallazgo en la cueva La Morita II, en el municipio de Villaldama, de restos humanos cuya antigüedad se estima entre 2 mil 500 y 3 mil años, así como fragmentos de cestería, textiles y fibras.
La ocupación de la zona, sin embargo, debió haber empezado hace 12 mil años, antes del florecimiento de civilizaciones mesoamericanas. La cueva habría sido abandonado hace 2 mil 500 años.
De esta manera, este asentamiento prehistórico sería el más antiguo del que se tenga registro en lo que hoy es México.
Debido a esto, medios internacionales han escrito esta zona que Moisés, hoy de 61 años, empezó a trabajar en el 2002 y donde ha hallado puntas de flecha, fragmentos de utensilios de cocina y piedras dibujadas, y hasta un atadillo de tabaco y varias pipas que, apunta un periódico español, “muestran que el ser humano viene fumando por lo menos desde 7 mil años atrás”.
Piezas así se exhiben en una sala del Museo Regional del Obispado, donde los arqueólogos encabezado por Moisés muestran pasajes de los 40 años de trabajo del Centro INAH Nuevo León: además de Villaldama, Boca de Potrerillos y el fidencismo, en Mina; restos de un mamut hallado en Galeana, casquillos encontrados en el Obispado, pertenecientes a las intervenciones estadounidense y francesa, así como a la Revolución Mexicana, entre otros vestigios.
“La idea es mostrar un poco de lo que se ha realizado en estos años”, comenta el arqueólogo, quien llegó proveniente de la Ciudad de México hace 35 años.
Añade: “Vine solo, nadie me mandó para acá. Siempre pensé que es mejor ser cabeza de ratón que cola de león, y a lo mejor eso habría pasado de quedarme allá donde está la mayoría de los arqueólogos, en el centro o sur del País”.
El tiempo, así lo puede decir ahora, le dio la razón.
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Moisés siempre supo lo que quería ser. Cuenta que, junto con sus hermanos, la hacía de arqueólogo y, aunque es del campo de investigación de paleontólogos, jugaban a encontrar dinosaurios con plastilina.
“Desde niño Moisés mostró interés científico y gusto por la arqueología”, cuenta su hermano Adalberto. “Disfrutábamos ir a museos y zonas arqueológicas, teníamos nuestro ‘laboratorio’ integrado por juegos de química ‘Mi Alegría’, complementada por reactivos que comprábamos en las farmacias y ferreterías.
“También nuestro ‘museo’ con réplicas de fósiles hechas con yeso, tepalcates encontrados en paseos arqueológicos y animales disecados”.
Nacido el 13 de marzo de 1962 en la Ciudad de México, Moisés empezó la carrera de Ingeniería Electrónica por complacer a nuestro padre, así lo dice su hermano, hasta que se dio cuenta de que esa no era su verdadera vocación.
Ya en la Escuela Nacional de Antropología e Historia, Moisés fue feliz, dice Adalberto: “Mostró mucho interés y entusiasmo en sus estudios, compartiendo conmigo y nuestros hermanos lo que veía en sus clases y, cuando se podía, invitándonos a visitarlo en algunas visitas y prácticas”.
Al egresar de la Escuela Nacional fue emprendió su camino para ser “cabeza de ratón” e, interesado por la prehistoria, llegó a lo que era entonces el Centro Regional INAH, que atendía Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas.
“Imposible cubrirlo”, ríe, “afortunadamente ahora cada estado tiene su propio centro”.
Aquí en Nuevo León, Moisés se encontró con gente como el paleontólogo William Breen Murray, pionero del arte rupestre en el noreste; Boney Collins Espinosa, entre otros aficionados, quienes le dieron la bienvenida a un mundo del que no se desprendería y que, junto con la arqueología Araceli Rivera en el sur del Estado, representarían la profesionalización de los estudios del pasado.
La arqueóloga Olimpia Farfán describe aquel comienzo:
“Inició su labor como investigador en 1990 y su primera tarea fue elaborar un Catálogo de los sitios arqueológicos recorriendo el Estado. Como resultado de unos de sus proyectos logró la apertura de la zona arqueológica de Boca de Potrerillos, un museo y la declaratoria presidencial.
“También ha llevado a cabo destacadas investigaciones pioneras con resultados novedosos como los descubrimientos en La Morita II, así como en diversos sitios para encontrar evidencias de la ocupación humana del territorio en el noreste”.
Como resultado, dice, Moisés ha publicó libros y artículos, impartido conferencias y asistido a congresos: “La Institución ha reconocido su trabajo de investigación y forma parte del Consejo de Arqueología del INAH”.
Moisés, quien además de investigar Boca de Potrerillos, en Mina y la zona de Cueva Ahumada, en García, ha cosechado importantes resultados con La Morita II, en Villaldama
“Lo importante es que este sitio estuvo ocupado desde hace 12 mil años y su asentamiento terminó hace 2 mil 500 años”, explica con entusiasmo el arqueólogo.
“Hablamos de pobladores que explotaron recursos y vivieron en equilibrio perfecto, no necesitaron de la agricultura, cerámica ni de la construcción: vivían en balance con la fauna y flora y pudieron sobrevivir más de 12 mil años sin problema”.
Estos vestigios prehistóricos, comenta, fueron borrados en las civilizaciones del centro y sur: “Da satisfacción que todo lo que se ha encontrado acá nadie lo ha visto. Aquí sí podemos reconstruir cómo eran esos tiempos”.
Un trabajo minucioso, no necesariamente de resultados inmediatos, pero que él sostiene con perseverancia desde hace décadas, lo que le ha permitido formar alumnos y buenos compañeros.
“Antes no había escuelas en esta zona, ahora tenemos estudiantes de arqueología del norte de México en Chihuahua, donde hay una escuela: mis asistentes son de allí, y, bueno, también al revés, aquí también se forma gente que va a otros estados y aprenden con nosotros que hay que tener otros ojos para ver la arqueología.
“Luego vas con los muchachos a las zonas de aquí y no ven nada, ven puro monte, y les digo: ‘¡Está lleno de cosas!’”.
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La arqueóloga Paola Zepeda es su compañera de trabajo y dice que Moisés tiene una personalidad hiperactiva.
“Siempre llega con una sonrisa y su café a la oficina”, expresa. “Todos los días acude virtualmente a varias juntas de trabajo, al mismo tiempo, se encuentra escribiendo ponencias, dictaminando proyectos ya que es miembro del Consejo de Arqueología, resuelve dudas y dirige con empatía a su equipo de trabajo conformado por arqueólogas y arqueólogos.
“En temporada de campo dirige con mucha seguridad y a través de los años ha madurado sus conocimientos coordinando a los equipos, así como perfeccionando las metodologías y técnicas que se aplican en el quehacer arqueológico”.
Paola cuenta que, como padre de familia y amigo, Moisés es protector, cariñoso y paternalista: “Nunca tiene un ‘no’ o ‘no puedo’.
“Cuando está en sus manos, apoya, se preocupa por uno y escucha. Es muy atento con las personas que le importan, que le caen bien o que aprecia. Con las otras, no”.
El arqueólogo no está casado y tiene dos hijos: el nutriólogo Luis Eduardo y el ingeniero en mecatrónica Moisés Alejandro Valadez Garza, de 28 y 24 años, respectivamente.
“Me encargué de ellos casi siempre y me tenían que acompañar desde bebés a los campamentos, aguantando las desveladas de alumnos y arqueólogos hasta que entraron a la primaria”, dice. “Ellos ya sólo ven la arqueología como la profesión y trabajo de su papá”.
Apasionado por su labor, ha ocupado cargos federales, por ejemplo la dirección de operaciones de la Coordinación Nacional de Arqueología, lo que le permitió conocer el país, pero lo tenía mucho tiempo en oficina.
“No me hallo: me permitió conocer el otro lado del trabajo, pero a mí me gusta andar en campo”, comenta. “Lo mismo pasó con los años de la violencia, que no podíamos andar en el monte”.
Esos tiempos, sin embargo, le sirvieron para trabajar arqueología urbana: por ejemplo, durante la pandemia, encontraron restos de durmientes del antiguo sistema de tranvías que tuvo la Ciudad.
“Hemos documentado la cerámica que estaba en lo que hoy es el Paseo Santa Lucía, vestigios de las peleterías, el inicio de la industria del vidrio en lo que hoy es Vitro: si son restos, ahí estamos presentes. Del piso para arriba es de los arquitectos y del piso para abajo nos toca a nosotros”.
Pese a la diferencia de presupuestos para las zonas arqueológicas del País (“acá nosotros ponemos las celdas solares, la bomba de agua”), Moisés no ve fecha de retiro para su oficio de descubrir los pasos de los antiguos y enseñarles a ver a los demás con otros ojos.
“El trabajo ha fructificado: nos costó muchísimo trabajo que las poblaciones prehistóricas ingresaran a los libros de texto, que no se les viera, como decían los mismos historiadores, como salvajes, como bárbaros, y hacer entender que tienen el mismo valor las piedras de aquí que las del Templo Mayor.
“Hemos puesto la prehistoria del noreste en los primeros lugares del país”, afirma. “Vamos avanzando”.
Eso es aprender a ver los vestigios con otra mirada. Explorar el pasado para dejar un legado que sea apreciado.
“Si las manos nuevoleonesas del pasado hicieron esas cosas”, dice el arqueólogo, “las del presente deben ayudar a que sean estudiadas”.