Decir que la muerte se ha convertido en un estilo de vida es absurdo porque no hay muerte si no hubiese vida, sin embargo nunca, al menos en México y entre los que superamos los rezagos de la viruela y del paludismo, nunca una alerta sanitaria de amenaza de muerte, sin distingos de ninguna especie, había transformado nuestros comportamientos sociales y familiares tan notoriamente.
El COVID-19 condujo a reconocer la fragilidad de los adultos muy mayores y ancianos. Ellos podían morir, digamos que más fácilmente, todos estaban en ese riesgo pero ellos encabezaban la fila, y la tan prolongada cuarentena los dejó sin lo más valioso a esa edad que es la visita y cercanía de los suyos, la sonrisa y jugueteo de los niños, el entusiasmo de los jóvenes, la caricia de la vida en sí. El miedo sustituyó el contacto social. Miedo a contagiarse y culpa por contagiar. Culpa por ser causante de la muerte de seres amados, y culpa y miedo derivaron en egoísmo, en distanciamiento, más que del llamado social, en distanciamiento afectivo, solidario, humano. Y así fue como muchos, escapando del COVID, murieron de soledad y solos, no hubo quien les acercara sus tratamientos médicos, o el tan preciado y regateado oxígeno, paradójicamente la reclusión también aceleró la muerte por exceso de medicamentos y los accidentes caseros aportaron lo suyo en la desgracia del aislamiento.
Ahora se sabe que esa reclusión social que afectó severamente a los niños y adolescentes también, y dejará huella permanente entre todos los que lo padecieron, bien sea por el trabajo en encierro, por la pérdida de él, y aún por la falta de distractores deportivos y culturales, derivó en más muertes que las pronosticadas con el títere del COVID y en una avalancha de problemas sociales que llevará años superar.
El vivir tras muros, la cercanía sin tregua, sin aire para disipar los humores, aumentó, multiplicó los divorcios y separaciones. Los más bajos instintos se evidenciaron y la agresión intrafamiliar alcanzó niveles sin igual: desde la violencia psicológica y verbal hasta los golpes y heridas entre parejas, algunas desembocando en el asesinato infringido uno al otro; abuso sexual hacia los menores, violaciones, incestos, embarazos en adolescentes, suicidios, drogadicción, escapar del hogar saliendo del purgatorio para llegar al infierno; la perversión de la que huyeron para caer en manos de tratantes de personas para enrolarlos en la prostitución, en el crimen organizado y en el desorganizado también, en el negocio de la mendicidad y hasta verse inmersos en el río de emigrantes que buscan como aves perdidas alcanzar la frontera norte.
La muerte se ha convertido en estilo de vida en estos dos últimos años. Si se publicara su número diariamente, en letras grandes y rojo sangre, al igual que las ocasionadas por el virus, de las causadas por cáncer, diabetes, las cerebro-vasculares, las de muertos por violencia callejera, por venganzas de narcos grandes y chicos, por accidentes carreteros prevenibles, por atropellamientos prevenibles también y por la más fatal e indignante de todas la muertes, porque se está llevando el futuro del país, que es por drogadicción, nos espantaríamos del destino que hemos forjado en libertad. Cualquier niño o adolescente, con el mismo dinero que puede comprar una torta, tiene a su alcance un trocito de veneno para flotar en la nada, después vendrá la demencia, si es que la adicción no los engancha en la delincuencia, y después de mucho sufrimiento causado, la muerte. Muchos niños tienen a su alcance también, videojuegos diseñados para que el reto sea matar, matar virtualmente, matar o morir y así la muerte se va convirtiendo en estilo de vida desde temprana edad.
Entre todo lo malo que deja la pandemia es que la muerte sea estilo de vida, que la palabra muerte la escuchemos con frialdad, con desinterés social, como algo común, que morir nos resulte aceptable, que la vida se degrade sin oponer resistencia. Las consecuencias, las terribles consecuencias de la deshumanización Al tiempo.