Ricardo Israel Sánchez Becerra
Cumplía 19 años y no habría para José Agustín mejor regalo que el de Juan José Arreola cuando leyó La tumba.
“Me dijo: ‘Considérese usted un escritor; es usted un escritor; su novela es muy publicable y yo la voy a editar”, escribió el autor acapulqueño en este mismo diario (REFORMA, 04/12/2001) unos años antes de calificar aquello como “la felicidad más grande de mi vida”.
Y con toda razón, pues era lo que desde los 7 años respondía que quería ser ese niño, momentáneamente tentado a convertirse en piloto como su padre o en pintor como su hermano Augusto, pero que ya en quinto de primaria alimentaba, redactaba y publicaba su periódico semanal: Ecos del 5o. “C”.
La tumba, escrita en una Olivetti Lettera 44 desde la sala del número 15 de Palenque, en la Narvarte, es producto de dos cuentos -Tedio I y Tedio II-, más un tercero que en la página 60 se alargó. Llegado el momento, José Agustín se lo jugó en el taller de Arreola.
“Yo escribía poemas repugnantes y cuentos erráticos, y Arreola no me dejaba terminar de leerlos. ‘Párale, párale, eso no sirve para nada’, decía, y como no me salía nada bueno mejor tomé La tumba, una novelita que había escrito un año antes, le hice nuevas correcciones y se la di a leer, para ver si eso le parecía mejor”, compartió en 2001.
Luego de pulirla al lado de su maestro, un veinteañero José Agustín se convirtió en superestrella de la literatura mexicana con aquella primera publicación de la editorial Mester, cuyos 500 ejemplares se agotaron en 45 días, y que hoy suma decenas de reimpresiones así como traducciones a idiomas como el inglés y el francés.
Para no pocas personas esto ha constituido un momento revolucionario de la literatura en este País, pues se trataba de un muchacho describiendo, a través de la voz de uno ficticio, cínico y desencantado con la vida, las angustias, deslices y excesos de la juventud.
Prueba elocuente es el epitafio escrito por Gabrielito Guía, protagonista delirante de La tumba -a la que sólo precede un diario de los días de José Agustín como alfabetizador en Cuba tras la Revolución-, decidido a cobrar su propia vida.
“Porque mi cabeza es un lío / Porque no hago nada / Porque no voy a ningún lado / Porque odio la vida / Porque realmente la odio / Porque no la puedo soportar / Porque no tengo amor / Porque no quiero amor (…) / Sepan pues que moriré / Adiós adiós a todos / Y sigan mi ejemplo”.
Eran los albores de una nueva concepción narrativa.
“(José Agustín) derribó los tabúes acerca de lo que podía tratarse en los beneméritos libros de literatura mexicana, inundándolos de sexo, drogas y crítica social”, plasmó el escritor tijuanense Luis Humberto Crosthwaite en la vaquera introducción de sus Cuentos completos.
“No era literatura convencional -no podía serlo-, era maliciosa y juguetona, palabras que podría encontrar bebiendo cerveza y echando desmadre en las calles”, añadió.
Para la narradora Fernanda Melchor, según su texto que acompaña la más reciente edición de La panza del Tepozteco, José Agustín ya ha dejado una huella perdurable: “Nos hemos deleitado desde chavos con su ágil, desmadrosa, rabiosamente maliciosa pero siempre honesta y entrañable voz narrativa”.
Incursiones en teatro y cine; un breve encierro en Lecumberri por los 60 gramos de mariguana con que lo detuvieron unos policías judiciales en Cuernavaca -achacándole el tráfico de 17 kilogramos-, y su crónica política, social y cultural de México de 1940 a 1994 en los tres volúmenes de la Tragicomedia mexicana, junto con varios premios y mucho rock, vendrían luego a reafirmar su figura como autor de culto.
Imposible que fuera de otra forma con un debut tan deslumbrante.
“Sin buscarlo, había alcanzado el honor de ser publicado por Arreola en sus célebres ediciones, al igual que Julio Cortázar, Carlos Fuentes, José Emilio Pacheco o Fernando del Paso”, destacaba el propio autor, quien no por ello había sosegado su rebeldía ni la mirada crítica: “Le estaba agradecidísimo, aunque, por otra parte, no le rendía culto. De hecho éramos bastante cabroncitos y le decíamos ‘Il Vecchio Satiro’, porque se había ligado a Elsa Cross, que tenía 18 años”.