El fútbol es un deporte que, más allá de los goles y las victorias, se convierte en un escenario donde también se escriben las historias de los pueblos. El Estadio Azteca, inaugurado en 1966, no es solo un campo de juego; es uno de los pedazos más grandes de la historia del futbol y que resuena en cada rincón del mundo. En sus gradas y en su césped se vivieron momentos de gloria que encumbraron a dos de las máximas leyendas del balompié: Pelé en 1970 y El Diego en 1986, con campeonatos mundiales que marcaron para siempre las almas de millones de mexicanos y fanáticos del fútbol global. Un estadio que, por generaciones, ha sido el corazón palpitante del fútbol mexicano.
Pero hoy, el Estadio Azteca va a cambiar su nombre por Estadio Banorte. Un acuerdo millonario con un banco, que nos recuerda que el fútbol, como el resto del mundo moderno, está irremediablemente atado a las reglas del mercado. No es una sorpresa, lo sabemos. En todos los rincones del planeta, el nombre de los estadios se ha convertido en un negocio, una transacción en la que los patrocinadores compran el alma de esos templos deportivos. Sin ellos, el deporte profesional no existiría, y lo entendemos. El dinero mueve el fútbol, lo hace posible. Pero, irónicamente ¿a qué precio?
El Estadio Azteca, deja de ser un nombre cargado de memoria, de historia y de pasión, para convertirse en un espacio donde un banco, una marca, tendrá el protagonismo. Y aunque la lógica económica nos diga que es lo necesario, la pregunta persiste: ¿hemos perdido algo en el proceso? ¿Hemos vendido nuestra identidad? Repito, entiendo que sin ese patrocinio comercial probablemente la remodelación no hubiera sido posible y tal vez solo soy un romántico, un soñador que todavía cree que el alma del fútbol no se mide en billetes, que los recuerdos de esas tardes mágicas, de esos momentos imborrables, no pueden ser arrastrados por el viento de la publicidad. Un simple iluso.
Es cierto que no es la primera vez que el Azteca se ve sometido a un cambio de nombre. En 1997, el estadio fue rebautizado como Estadio Guillermo Cañedo en honor a un empresario mexicano, aunque esta denominación no perduró. Pero siempre, en el fondo, el Azteca era el Azteca. Ahora, esa certeza se queda en pausa ante un acuerdo que reduce su esencia a un contrato comercial, olvidando el vínculo emocional de miles de aficionados que, año tras año, han dejado su alma en sus gradas. En cada partido, en cada victoria y derrota, el Azteca era mucho más que un estadio; era un símbolo de unidad, de sueños compartidos, de esa magia que solo el fútbol puede provocar.
Claro, el pragmatismo de la industria nos lleva a aceptar que el dinero es indispensable. No podemos cerrar los ojos ante la realidad económica del deporte moderno. Pero a veces, la nostalgia de lo que hemos perdido se convierte en un grito de resistencia, en un deseo de preservar la esencia de lo que amamos. El Estadio Azteca no es solo una estructura de cemento y acero (muy vieja, también hay que mencionar eso); es un lugar cargado de historia, de leyendas, de momentos que son nuestra memoria colectiva. No se puede vender la emoción que genera, ni se puede poner precio a los recuerdos de quienes, a través de los años, se han sentado en sus gradas, esperando el momento perfecto en el que un gol cambie todo.
Afortunadamente, el nombre original del estadio regresará para la Copa del Mundo de 2026, ya que la FIFA prohíbe el uso de patrocinadores comerciales en los recintos mundialistas. Y aunque sea por un breve momento, el Estadio Azteca recuperará su gloria. En ese instante, podremos recordar que el fútbol es, antes que nada, un sentimiento que no puede ser empañado por el brillo de un logo ni por los números de un contrato.
Lo sé, la nostalgia no puede ganar siempre. Los tiempos cambian, y el fútbol ya no es lo que era. Pero no puedo evitar pensar que, aunque el nombre cambie, la esencia del Azteca permanecerá inquebrantable. Porque un estadio, como un buen partido, no es solo lo que se ve en la superficie. Es lo que vive en el alma de cada aficionado que alguna vez se sentó en esas gradas, que alguna vez gritó un gol, que alguna vez se unió a esa marea humana que hace del Azteca un lugar único.
El Estadio Azteca es eterno, aunque su nombre se pierda en el viento de los contratos y las marcas. Porque, al final, para los románticos, el fútbol no se compra ni se vende, y la pasión tampoco. Y en el corazón de quienes amamos este deporte, el Azteca será siempre el Azteca, con o sin el apellido de un banco.