Gracias a la invención del cine, no hay generación del siglo XX o del que corre, que no haya visto “una de romanos”. Puede ser que muchos jamás hayan leído una buena historia del imperio romano o algunas de las novelas, poemas y cuentos que tienen a este como contexto, pero es seguro que todos han visto por lo menos alguna de las decenas o cientos de producciones cinematográficas inspiradas en la vida de sus emperadores, ejércitos y conquistas, su lujuria, crueldad o locura (Calígula y Nerón a la cabeza), aunque también, en ocasiones, su magnanimidad y sabiduría (Adriano o Marco Aurelio).
Algunas veces, estas películas no eran exactamente “de romanos”, sino sobre sus víctimas o quienes los combatían. Entre estas historias destaca, por supuesto, el subgénero de los gladiadores que tiene momentos fulgurantes a cargo de Kirk Douglas en Espartaco (1960), dirigida por Stanley Kubrick, o de los que eran esclavizados, como Charlton Heston en Ben-Hur (1959), dirigida por William Wyler y, más recientemente, Gladiator (2000), estelarizada por Russell Crowe bajo la dirección de Ridley Scott, así como su secuela de 2024.
Todas estas historias sobresalen dentro de ese terreno más amplio que el crítico francés Jacques Siclier bautizó en la revista Cahiers du Cinéma como el género “péplum” (a partir de esa prenda inconfundible, sin mangas y abrochada al hombro conocida como peplo, acompañada de sandalias y espadas).
La madre de todas las películas dedicadas al subgénero de los gladiadores es, desde luego, Espartaco, una brillante puesta en escena de la novela homónima de Howard Fast que contó, además de Douglas, con un formidable elenco: Laurence Olivier, Charles Laughton, Peter Ustinov y Tony Curtis, entre otros. No es casual que Howard Fast decidiera contar la historia del gladiador tracio y su gesta libertaria; de hecho, comenzó a escribirla en 1950 mientras pasaba una temporada en prisión por negarse a delatar, ante el Comité de Actividades Antiamericanas, a los contribuyentes de un centro de ayuda a los refugiados de la República española, entre los que se hallaba por cierto Eleanor Roosevelt.
La publicación de Espartaco fue toda una proeza. Fast, a la manera de un gladiador, tuvo que combatir a las fieras del macartismo con muy pocas esperanzas de que su obra fuera impresa. Uno tras otro, los probables editores del libro fueron rechazándolo hasta que, en un soberbio acto de entereza y solidaridad, el librero George Hecht, se comprometió a adquirir 600 ejemplares si Fast conseguía hacer una edición del libro por su cuenta.
El siniestro Edgar Hoover –quien se había encargado de la operación de censura– debió sufrir un ataque de rabia cuando se enteró que el libro (publicado finalmente con los ahorros de Fast y su esposa, más la ayuda de algunos círculos progresistas) había vendido en su lanzamiento 40 mil ejemplares (que al cabo de unos años fueron millones) y traducido a más de 50 idiomas. El guión de la película corrió a cargo de Dalton Trumbo, otro escritor acosado por el macartismo; la cinta fue todo un éxito ganando cuatro óscares.
Una historia cercana a la de los gladiadores era la de los criminales, esclavos y cristianos que (por igual) simplemente eran echados a los leones para regocijo del populacho y de las sádicas elites romanas. Ya en la Biblia el profeta Daniel fue arrojado a una fosa con leones de la que, como se sabe, salió indemne gracias a su fe en Dios. En un cuento tradicional contado de mil formas, los romanos idean un castigo semejante para el buen Androcles, un pobre sastre cristiano acusado de ser hechicero por haber sido encontrado jugueteando en un bosque con un León.
La amistad entre el temible felino y Androcles tiene su origen en que este le sacó a la fiera una enorme espina que lo atormentaba. Cuando Androcles es llevado al Coliseo los romanos sueltan a un León para que devore al pobre sastre, pero resulta que es su agradecido amigo y se besan y juegan en la arena para sorpresa de todos.
Bernard Shaw, de quien Borges decía que era “un hombre que siempre tenía razón, pero cuya razón no siempre emocionaba”, convirtió la historia en una de sus comedias más famosas. Luego vendría una película dirigida por Chester Erskine y producida por Gabriel Pascal basada en su trabajo y estrenada en 1952. Para el papel de Androcles inicialmente fue contratado Harpo Marx, pero luego de unas semanas de rodaje fue sustituido por Alan Young. Al parecer, cuando se estrenó en los cines de Estados Unidos, fue un fracaso rotundo: nadie se rió. Eran otros tiempos y la película entonces fue retirada para añadirle nuevas escenas con más chicas guapas y un león de verdad.
Hace poco fueron descubiertos los restos de un gladiador que, por primera vez, muestran la mordida de un león. Hasta ahora, sólo teníamos “constancia” de un ataque de esta naturaleza gracias a la literatura y al cine, pero definitivamente era algo real que podía suceder en el Coliseo romano. Sin embargo, es cierto que frente a los hechos de la historia, la literatura y el cine se han tomado frecuentemente diversas licencias que quedan al descubierto leyendo un libro fascinante como El Coliseo (Crítica, 2024), de Mary Beard, y del cual nos ocuparemos en esta terraza la próxima semana si usted, gentil lector, no dispone otra cosa.
@ArielGonzlez
FB: Ariel González Jiménez