La Historia es la maestra de la vida y vida de la memoria: “Historia magistra vitae et vita memoriae”, decía el antiguo adagio latino. Efectivamente, tenemos un presidente enamorado de la Historia, su discurso está salpicado de datos y anécdotas de los personajes históricos que más lo han influido. Hacer historia es su lema y objetivo principal, trascender el tiempo está en el centro del mensaje presidencial. La política exterior no se puede sustraer a esta visión de la administración de López Obrador.
Para México, la figura del reconocimiento de gobiernos contiene una historia definitivamente llena de abusos de parte de Estados Unidos y de otras potencias, principalmente de Gran Bretaña y de Francia. Desde el nacimiento mismo de México como Estado soberano, la relación con Estados Unidos ha sido la de mayor importancia para nuestro país, más que ningún otro país latinoamericano, el nuestro ha enfrentado tantos peligros por la vecindad con la potencia del Norte. El choque de las dos culturas ha sido el que más ha definido nuestra percepción e importancia de la política exterior y ha dejado la huella más profunda en la conciencia nacional, a tal punto que existía una especie de idea de traición estudiar a Estados Unidos, hasta que Don Daniel Cosío Villegas emprendió un estudio sistemático sobre la relación con este país. A partir de la creación del Centro de Estudios Internacionales en El Colegio de México otras instituciones de educación superior comenzaron tardíamente a ocuparse de investigaciones sobre la relación con Estados Unidos.
El reconocimiento a los gobiernos mexicanos ha sido la variable más constante de la política exterior de Estados Unidos, desde John Quincy Adams, a quien James S. Wilcoks recomendó no reconocer al primer imperio mexicano en 1822, enviando al nefasto Joel R. Poinsett para intrigar, el imperio fue reconocido hasta diciembre de 1822 por el ahora famoso presidente Monroe. A lo largo del siglo XIX y las primeras cuatro décadas del siglo XX, el reconocimiento de los diferentes gobiernos de parte de Estados Unidos ha consistido en obtener ventajas, en imponer condiciones a los mexicanos, que implicaban tratados comerciales leoninos, pago de deudas injustas, pérdida de territorios desde Texas hasta los inmensos territorios del Norte del país hasta el Oregón. A Juárez le exigieron la firma del nefasto tratado McLane-Ocampo, que afortunadamente nunca se ratificó, el reconocimiento de Carranza exigía la no aplicación de varios artículos de la constitución de 1917, Obregón tuvo que aceptar los acuerdos de Bucareli, ya casi al final de su mandato, en 1923, para ser reconocido por Estados Unidos. El mismo Calles fue presionado para la no publicación de las leyes reglamentarias del artículo 27 constitucional. Esta historia es la que da origen a la Doctrina Estada en los años treinta del siglo pasado y se ha consagrado en el texto constitucional como elemento fundamental de nuestra política exterior.
Sin embargo, la lucha contra el abuso del reconocimiento como instrumento de presión y la abstención de intervenir en los asuntos internos de otros países no implica inmovilismo, desde el origen mismo de la Doctrina Estrada México condenó la intervención de Italia en Abisinia, la de Japón en Manchuria, la de Alemania en Austria y participó activamente en la Guerra Civil española al lado de la República legalmente constituida. La no intervención no ha sido un mandato contra la participación de México en la defensa de sus intereses y de los Derechos Humanos.
La historia tiene un peso mayor en el ánimo del presidente López Obrador, el gobierno español se apresuró a reconocer a Felipe Calderón antes de que fuera oficialmente declarado como tal por el órgano electoral mexicano. Enrique Peña Nieto, que no ha leído la historia de México, se alineó a Estados Unidos en la OEA para no reconocer a Maduro y sí a Guaidó, por ello desde el primer día de su mandato López Obrador se enfrentó al Grupo de Lima dentro de este organismo multilateral y reconoció a Maduro. Al gobierno de Jeanine Áñez siempre lo consideró como gobierno de facto. ¿Son lo mismo Bolivia y Venezuela que Estados Unidos? Está claro que no, el peso de este país es abrumado, la brecha es inmensa, pero el principio es el mismo.
¿Qué pasará si López Obrador no reconoce el triunfo de Biden hasta que sea declarado formalmente presidente electo por la autoridad competente para hacerlo? Aquí se centran los temores de la mayoría de comentaristas y políticos que claramente no tienen esa conciencia histórica que invade la política exterior de López Obrador. Darle a Biden un poco de su propio chocolate histórico no le cae mal a AMLO.
Si para obtener ventajas en la relación se requiere una distancia previa mayor, AMLO estaría en lo correcto. Es decir, la mayor cercanía con Trump que presumió Videgaray, por su relación con el yerno de Trump, no significó un mejor trato. A pesar de la supuesta buena relación de López Obrador con Trump, el presidente mexicano necesita esa distancia con el sucesor de éste, para obtener una ventaja relativa. Mientras mayor sea la distancia, mayor será el margen de negociación. Es un principio elemental de la teoría de la negociación que ignoró Peña Nieto.
Por el lado de Biden no se advierte hasta ahora ningún signo de alarma. Ser reconocido o no, de manera inmediata o mediata, no implica ningún elemento disruptivo dentro de los protocolos o de la práctica diplomática de la relación. Ya se conocen ambos presidentes, han sostenido reuniones de manera cordial en otros momentos, lo importante para López Obrador es lo simbólico, el contenido histórico del reconocimiento. Biden sabrá respetar los tiempos del reconocimiento, que para el presidente mexicano están llenos de Historia.